El ojo de Rembrandt, de Marino Magliani: una tierna novela sobre la poesía de las vidas sencillas.

Trae la novela ecos de Sebald, del Pessoa paseante, de Arboleda de Esther Kinsky, del Arlt de los aguafuertes –a quien Magliani ha traducido− y también de Antonio Tabucchi, con quien la novela de Magliani comparte ligereza, ironía y amor por esa sencillez que solo lo es en apariencia.

El gran mérito de Magliani en El ojo de Rembrandt –una novela traducida ya a varios idiomas− es convertir en poesía unas vidas aparentemente no solo sencillas, sino casi vacías. Porque, ¿qué hace el protagonista de esta novela? Pasear. Si nos ponemos literarios, diríamos que es un flâneur contemporáneo; si lo somos menos podríamos decir que es un haragán curioso, cotilla, que vampiriza la vida de sus vecinos de un extrarradio holandés, Zeewijk.

Portada de El ojo de Rembrandt.

Un lugar, nos informa el narrador, que «se fundó sobre la arena, y donde antes de ser un barrio solo había viento marino, marismas, hierbas y roblecillos retorcidos y andrajosos». El libro se titula, de hecho, en su idioma original: Soggiorno a Zeewijk. Algo así como “estancia en Zeewijk”. Porque ese lugar recóndito, donde no ocurre casi nada, es sin embargo el centro de la vida del narrador y, por lo tanto, de la novela.

Un narrador que recorre su barrio residencial, se asoma a las ventanas de sus vecinos, recuerda su vida en Liguria y compara aquel paisaje con el que lo rodea actualmente. Y vuelve a pasear y vuelve a mirar por las ventanas.

Lo acompaña en ese deambular su viejo y único amigo, Piet Van Bert. Piet es uno de esos tipos del pueblo, un sabio popular que acompaña al narrador y le sirve para confrontar la realidad, para explicársela a veces. De algún modo, el Sancho realista que el en ocasiones un poco idealista narrador parece necesitar.

También actúa como intérprete de ese narrador, cuyo holandés es cuando menos defectuoso. Arquitecto de profesión, Piet ha sido también arrojado al extrarradio y al desempleo por la vida, y pasear es también para él su única ocupación noble.

La amistad de estos dos personajes, tierna, un poco estéril, y llena de esa torpeza con que los hombres expresan su afecto es uno de los grandes aciertos de esta obra.

Y con estas humildes mimbres, Magliani ha conseguido una novela que se lee sin respiro, como si fuera una novela de acción. Y un personaje al que queremos conocer, al que sentimos cercano y que despierta un profundo sentimiento de ternura.

Trae la novela ecos de Sebald, del Pessoa paseante, de Arboleda de Esther Kinsky, del Arlt de los aguafuertes –a quien Magliani ha traducido− y también de Antonio Tabucchi, con quien la novela de Magliani comparte ligereza, ironía y amor por esa sencillez que solo lo es en apariencia.

Nos ofrece un paisaje que, en su humildad, deterioro y abandono, resume, sin embargo el mundo. Un paisaje construido sobre las dunas, móvil y condenado a desaparecer más pronto que tarde. Como todos nosotros.

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