Galo Abrain contra la vida narcotizada

“Creo en el amor familiar, en el amistoso, en el compromiso que implica”.

Sin pelo alguno en la lengua, Galo Abrain presenta en Morfina. Anatomía de una generación sedada (Editorial Rosamerón, 2023) una descarnada perspectiva de la generación que le ha tocado vivir. Navegando entre la novela y el ensayo, este debut realista hasta la angustia retrata una modernidad anestesiada, un hogar donde la basura escondida bajo la alfombra huele más de lo que sus inquilinos quieren reconocer.

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Su autor, zaragozano de nacimiento, articulista de profesión e irreverente por convicción, aborda temas como el victimismo, las drogas o la tecnología desde la honesta visión que sus propias experiencias le han otorgado. Lo tiene claro y así lo manifiesta: «Mi intención no es alimentar la culpa que te cubre, sino retratar que hay mucha más culpa de la que sospechabas».

Hablamos con el autor sobre esta obra que cabalga entre el ensayo, la narrativa, el periodismo literario y la honestidad brutal.

Entrevista con Galo Abrain

¿Es Morfina un ejercicio de autoayuda, una llamada a la acción o un absceso supurante abierto ante la imposibilidad de soportar la presión?

Nada más lejos. La autoayuda me repugna. Es la manifestación lucrativa del engaño resiliente. Un filo tramposo por el que se dejan caer los seres heridos en busca de un paracaídas que casi siempre resulta estar vacío. Y si te refieres en un sentido catártico, no negaré que hay espacios de la obra que han supurado mucho pus emocional, pero Morfina no es literatura confesional, aunque no haya pocas confesiones.

En cuanto a si es, o no, una llamada a la acción, puedo decirte que no la he escrito como un manifiesto de conducta, sino como un testigo literario de los tiempos que corren. La idea era aunar la literatura de la realidad y el ensayo reflexivo con el fin de parir un libro honesto, fiel a los hechos al tiempo que divertido y provocador.

¿Abrirse en canal de la forma en que lo haces en Morfina le saca a uno de esa sedación profunda?

Mirarse en el reflejo de tus miserias es, innegablemente, estimulante. Tomas conciencia, al ponerte en la picota de las críticas que haces a quienes te rodean, de tus debilidades y metidas de gamba. No creo haber escapado a todos los puntos que establezco en la obra como jeringuillas de la narcotización egomaniaca y superficial, pero si me ha hecho más consciente de ellos. En Morfina hay un trabajo de vida pero también un trabajo de documentación. De hecho, la obra está plagada de referencias a las más dispares interpretaciones de la realidad. Ese ejercicio de minería cultural, que va desde la literatura a la música o el cine, cimenta la duda en el pensamiento y prende la reflexión. Escribir el libro no ha sido un guantazo absoluto que me haya liberado de toda empanada vital, aunque me ha ayudado a reventar larvas ocultas, actitudes y pensamientos cotidianos de nuestro mundo, a los que antes no prestaba tanta atención.

¿Crees que esa venda en los ojos, ese victimismo que mencionas es característica del siglo XXI, o es un rasgo humano general del que se puede hablar al fin con la crudeza con que tú lo haces?

Todo el apartado del victimismo está, como digo en su comienzo, muy salpimentado por el pensamiento de Daniel Giglioli y su Crítica de la víctima, que es un bombazo reflexivo que debería ser tan obligatorio leer como tener un DNI. El victimismo es una actitud consustancial a un sistema de competencia donde unos ganas y otros pierden. En este sentido es cervalmente atávico. Sin embargo, la posmodernidad ha sabido explotarlo en su beneficio y hoy, en esta bizarra etapa de hiperatención y democratización de la imbecilidad de las redes (como diría Umberto Eco), el victimismo es una herramienta fabulosa para salirte con la tuya. Y lo peor es que, sumado al identitarismo, te permite adscribirte a luchas que ni has olido, a experiencias que no te pertenecen, pero de las que, aun así, absorbes su poder de convicción. Siendo la víctima el héroe de nuestro tiempo nadie desea luchar, pues se corre el riesgo de vencer, o lo que es peor, se percibe innecesario porque ya se posee un colchón de reverencias sin mancharse las manos. El victimismo es muy cutre y amilana el espíritu de discusión.

¿Te has dejado algún rincón oscuro de tu existencia sin vomitar en esta obra?

No considero que lo que hay en el libro sean rincones oscuros, más bien íntimos. Y digo que no son oscuros porque en ningún momento trabajo desde la psicopatía, la sed de sangre o la perversión, que sí pueden ser carburadores de lo lóbrego. Tampoco diría “vomitar”. No es un ejercicio de escritura automática bañada en bilis con olor a pañal. Los lugares personales que se tratan están estudiados con el objetivo de cuestionar algo mayor. Quedan lejos de ser decisiones baladí nacidas del instinto básico. Si he abierto un poquito las piernas y se me ha visto algo, lo he hecho a sabiendas. Dicho esto, no he arañado ni la superficie de mis fantasmas ni, por supuesto, de los que seguro vendrán.

¿Es el amor un estimulante lo suficientemente potente como para hacernos salir del letargo?

El amor es un letargo en sí mismo, aunque paradójico, como todo lo esencial en la vida. Domestica el alma hasta soliviantar la autodestrucción, al tiempo que te envuelve haciéndote capaz de olvidar todo lo demás. De hacerte sentir que el resto del mundo podría arder sin tú enterarte. Creo en el amor romántico. Creo en su capacidad para mutilar el gen consumista que este sistema nos instala como un chip y que acaba infectándolo todo. Creo en el amor familiar, en el amistoso, en el compromiso que implica. Creo en el refrescante cuidado que se esconde detrás del sentimiento y que hace más tolerable nuestro fatigoso paso por la tierra, en la que somos patéticamente insignificantes. Cuando hablo de la imposibilidad del amor, hablo de la corrosión de estos valores y, por ende, de los escasos sorbos que podemos dar a la trascendencia a lo largo de nuestra vida.

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