La vuelta del torno: los otros, los extraños

Los críticos académicos, para los que la frase “narrador poco fiable” es una especie de conjuro, han, como es lógico, centrado sus energías en la locura de la institutriz protagonista de La vuelta del torno (The Turn of the Screw, 1898, Libros del Asteroide, 2015), a menudo interpretada como una forma de histeria sexual. La nueva traducción de la novela de Henry James (Nueva York, 1843 – Londres, 1916), a cargo de Carlos Manzano, Jackie DeMartino y Alejandra Devoto es exhaustiva y se lee de un tirón. Seguimos, sin embargo, sin saber si los fantasmas que dice ver la protagonista son reales o no.

“Ella me vio como había visto yo a mi visitante; se detuvo en seco, igual que yo; en cierto modo le provoqué un sobresalto semejante al mío”. La institutriz, a través de sus miedos psicológicos, transfigurados por su imaginación en una amenaza palpable, canaliza y comunica el mal que amenaza a los niños. La vuelta es una historia de fantasmas sin fantasmas, pero con los demás aditamentos del género: los narradores trémulos, las casas llenas de secretos, las cuestionables dotes de clarividencia. La narración entronca con las historias de aparecidos del siglo XIX, las novelas góticas, los cuentos populares y las anécdotas junto al fuego.

La nueva versión del título (tradicionalmente Otra vuelta de tuerca) conserva la carga de emoción y suspense del original inglés. Sigue evocando la cámara de tortura y la depravación impensable, “cosas terribles e inimaginables procedentes de episodios espantosos”. Nos atrae, al mismo tiempo que nos advierte. Cerramos el libro, al igual que una cripta embrujada, y con ella la historia de “los otros, los extraños”, la institutriz desquiciada, y sus nefastos pupilos. Pero, ¿y si no estuviera loca? ¿Y si los fantasmas que dice ver fueran reales? La cripta se vuelve a abrir, los trasgos escapan. Caminan entre nosotros.

Si la protagonista alucina, La vuelta es una tragedia, aunque íntima. Pero si las sombras son reales, hay grietas en el firmamento que nos protege, y nadie está a salvo de ese “encuentro (…) horrible por ser humano, tan humano como haberme encontrado yo sola (…) con un enemigo, un aventurero, un delincuente”. Las mejores historias de terror entienden intuitivamente esta asimetría. El mal y el bien no son tan diferentes. Se complementan. Siempre ha de prevalecer el último, claro, para que el alma pueda encontrar su camino hacia el Cielo. Pero. ¿y si el mal no es derrotado del todo? ¿Y si los espíritus, inquietos en su perdición, nos visitan de nuevo?

Han pasado cien años de la muerte de Henry James y su inquietante relato sigue siendo esa “obra de ingenuidad pura y simple, de cálculo artístico frío”, en palabras del propio James. En apenas un centenar de páginas, se conjura un complejo hechizo a través de un lenguaje denso, diseñado para llevarnos a ese clímax en que dudamos de todo: “Vestida de negro y obscura como la medianoche y con su demacrada belleza y su inefable aflicción, me había mirado con la parsimonia suficiente para dar a entender que ella tenía tanto derecho de sentarse a mi mesa como yo de ocupar la suya (…) la estremecedora sensación de que la intrusa era yo”.

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