Una propuesta para un ateísmo alejado del ateísmo absolutista
Tanto en mi último libro como en mis recientes escritos, he estado trabajando en torno a la posibilidad de una estrategia de ateísmo radical. Para ello desarrollo el trabajo seminal del filósofo alemán Max Stirner[1], que define el ateísmo radical como un proceso de desenmarañamiento individual de la red de requerimientos y exigencias que nos rodean en forma de abstracciones normativas. Yo he definido como “abstracción normativa” esa particular posición la cual suelen ocupar las construcciones abstractas tan pronto como dejan de ser instrumentos dóciles en nuestras manos y crecen en nuestra cabeza hasta el punto de dar forma, definir y controlar incluso nuestra vida. Especialmente, me he centrado en las últimas abstracciones que han ocupado esta posición: las florecientes religiones del trabajo, el género, el origen étnico, la nacionalidad, etc.
Mi ataque radicalmente ateísta contra las abstracciones normativas, sin embargo, fue durante mucho tiempo distinto del ateísmo tradicional. Mientras el ateísmo tradicional centra su crítica en un nivel ontológico o epistemológico, ridiculizando la creencia en Dios sobre la base de su “falsedad” o nula demostrabilidad, mi propuesta de ateísmo radical no tuvo en cuenta estas cuestiones, al menos en su totalidad. Mi proyecto era —y sigue siendo— asunto exclusivo de la ética, es decir, de la búsqueda individual de la “buena vida”.
Mi renuencia a adscribirme a una crítica atea tradicional de la religión se origina en el reconocimiento tanto de sus límites internos, como de sus implicaciones éticas.
Por un lado, un ataque a las construcciones religiosas en base a sus falacias ontológicas y epistemológicas, cae por su propio peso. Cualquier despliegue de argumentos racionales se basa, en última instancia, en un conjunto de supuestos fundamentales, los cuales pueden ser desmentidos sin cesar por su arbitrariedad, en una deriva infinita hacia un horizonte de verdad cada vez más lejos de nuestro alcance. Como demostraron los antiguos Escépticos, las argumentaciones racionales pueden girar indefinidamente en un movimiento en espiral hacia una, en teoría, fundación inquebrantable de la verdad. Esto es aplicable, sobre todo, al reciente matrimonio entre el ateísmo y el racionalismo, con pensadores como Dawkins y otros científicos fundamentalistas como principales abanderados. Su confianza en la verdad del materialismo científico difiere sólo superficialmente de esa ingenuidad religiosa que atribuyen a sus adversarios, mientras que a menudo superan a la religión tradicional en lo que se refiere a nociva confianza en sí mismos.
Por otro lado, me imaginé lo que pasaría si de verdad nos embarcaramos con honestidad en un abandono sistemático de todo lo que no es racionalmente demostrable. En una de esas paradojas que parecen repetirse a lo largo de la trama irónica de la historia, el ateísmo podría girar sobre sí mismo hasta el punto de asemejarse perfectamente a una forma extrema de misticismo religioso. Si nos decidimos a vivir de acuerdo con los parámetros cruentos de la investigación racional, rechazando así cualquier trato con cualquier otra cosa que no sea la verdad racionalmente demostrable, no tardaríamos en encontrarnos flotando sin remedio en el espacio infinito de lo indecible, de lo incomunicable, de lo imposible. De manera similar a los antiguos místicos, estaríamos aplastados bajo el peso de lo que hay más allá de nosotros, mientras somatizamos los dolores de su ausencia en forma de hiperactividad destructiva o de catatonia espiritual, expresiones que Nietzsche utiliza para definir, respectivamente, el nihilismo activo o pasivo. Los cruzados y Simón Estilita, los terroristas y los primitivistas. La aniquiliación de la vida.
Por estas razones, no situé mi proyecto de ateísmo radical dentro del racionalismo ortodoxo. Decidí edificarlo sobre la ética, como parte de un camino de autonomía y emancipación.
El Yo, el placer y la autonomía
Mi primera preocupación era definir el objeto de mi ateísmo. Si bien no estaba interesado en la construcción de un tribunal de la inquisición contra la falsedad, si lo estaba en desentrañar en mí mismo aquello que era perjudicial para mí. Limité la función de mi ateísmo a la de un anticuerpo, cuyo primer deber es el de discernir entre lo que es útil y lo que es perjudicial para mí, mientras impide, al mismo tiempo, el frenesí irrefrenable de una enfermedad autoinmune. Así pues, podría suceder que el ateísmo radical aceptara convivir con algunas abstracciones normativas —a veces por un período concreto de tiempo— debido a su utilidad concreta dentro de un contexto más amplio. Es el caso, por ejemplo, de la abstracción del lenguaje, la cual empleamos para comunicarnos con los demás, pero también, y más crucialmente, de la construcción abstracta del Yo.
A través de su amplio uso de los rituales espectaculares y más en general a través de una iconofilia que contrastaba con la iconoclastia protestante, el catolicismo se había convertido en una cocina divina inagotable, que ofrecía a Dios las réplicas más deliciosas de la auténtica comida espiritual
Desde mi perspectiva del anarquismo individualista, la cuestión del Yo es particularmente importante para mi estrategia de un ateísmo radical. Sin embargo, no dudo en admitir la arbitrariedad de su constitución. Como ha sido repetidamente demostrado a través de la historia de la filosofía y de la psicología, el concepto del Yo es vulnerable a una serie de posibles refutaciones. Es posible argüir que es un concepto demasiado grande, ya que oculta la fragmentación infinita de sus componentes, pero igualmente es posible argumentar que su alcance es demasiado limitado, ya que sería posible fundir sus límites en construcciones de mayor tamaño, hasta llegar al “Uno” que todo lo abarca de Parménides. Finalmente, también es posible argumentar convincentemente que el Yo es del todo erróneo por definición, ya que no tiene en cuenta las innumerables fuerzas fundamentales que lo atraviesan mientras permanecen ajenas a él.
Sin embargo, yo reclamo mi definición del Yo como la unidad de medida tanto de la ética como del ateísmo radical y de un proyecto anarquista existencial de emancipación. A pesar de ser una entidad “esencialmente irreal”, completamente arbitraria en su construcción, su profunda relación con el flujo de placer revela que se trata de una herramienta útil denteo de una estrategia de emancipación. Como voy a intentar explicar por qué esto es así, tendré que condensar en palabras una serie de procesos y funciones que por su naturaleza exceden el lenguaje. Ruego al lector que verifique mis necesariamente insuficientes proposiciones, pero que no ataque los límites del lenguaje en sí, sino que más bien busque una resonancia (un eco) en su propia vida. Aunque carente del estilo y la cadencia de la poesía, me basaré en la inmediatez de la expresión poética y de la intuición para desplegar mi argumento. De modo similar a la música, la prueba de mi fracaso o de mi éxito estará en el oído del “oyente”. En última instancia, como con muchas otras cuestiones fundamentales, no debería ser una cuestión de semiótica, sino de “aesthesis”.
Mencioné ya la conexión funcional de lo individual con el placer. El placer (disfrute) es aquí una palabra —arbitraria, como todas las palabras— creada para expresar toda esa pléyade de sentimientos y percepciones que se consideran comúnmente agradables, alegres, placenteras, estimulantes, emocionantes, etc. Cada vez que experimentamos tales sensaciones, tenemos la impresión de que nuestro placer nos llega sin dejar de ser, de alguna manera, algo externo a nosotros, como algo que nos atraviesa. Si los flujos de placer nos atraviesan, el Yo es el lecho del río sobre el que pasan. Sólo que el Yo no es un mero cauce. Además de “soportar” el flujo de placer, también tiene la capacidad de regular la velocidad y la intensidad de su movimiento. Es capaz de “adecuarlo”, como se hace con el aire que pasa a través de un instrumento de metal. Esta doble función de soporte y adecuación es especialmente crucial si consideramos la definición de placer de los cirenaicos[2] como un movimiento suave, el cuál se puede comparar con el suave balanceo de las olas.[3]
De hecho, el problema de la regulación de su movimiento está en el centro del malestar que a menudo sigue a un momento de placer, y que en las sociedades de capitalismo tardío ha tomado proporciones dramáticas. Como se observa a menudo, el capitalismo contemporáneo de ninguna manera impone las tradicionales inhibiciones del pasado, cuyo propósito era regular el flujo del placer disminuyéndolo de manera significativa, a veces incluso intentando detener alguna de sus corrientes más controvertidas. Por el contrario, el placer es el combustible de la economía de la libido que existe hoy en día. En lugar de frenarla, el capitalismo contemporáneo normalmente acelera su movimiento hasta el paroxismo, ad infinitum. Como Oswald Spengler señaló con precisión hace exactamente un siglo [4], la tensión hacia el infinito es el carácter fundamental de la sociedad occidental. En este época tardía de su existencia, como sus estructuras se están hundiendo cada vez más dentro del cuerpo de sus miembros en formas biopolíticas, el infinito es inyectado con fuerza como un rápido movimiento incontrolable de placer. Así, infinitamente acelerado, el placer atraviesa los sentidos humanos con el poder de un cañón de agua, mientras deja como sucia huella de su paso una sensación de naúsea, pánico y, en última instancia, parálisis.
He caracterizado el catolicismo como una red de representaciones vacías, las cuales son utilizadas para “atrapar” una abstracción normativa (en este caso específico, Dios y la moral religiosa) mientras nominalmente la mantiene viva. Este enfoque nos permite hacerlo evitando tanto los peligros del nihilismo absoluto como los procedentes de una sumisión religiosa real
Sin embargo, a diferencia de la ideología capitalista del placer incontrolable, un individuo puede aspirar a reclamar la posibilidad de regular el movimiento de su propio placer, de afinarlo de acuerdo con su biología y psicología personal: como un instrumento de cuerda es afinado de acuerdo con las condiciones de su madera. Cuando la afinación produce el sabor y el sonido único de lo individual, el “movimiento suave” mencionado por los cirenaicos llega y, con él, la alegría.
A partir de esta definición de “alegría”, podemos acceder a una noción de la autonomía como el proceso de regulación del movimiento del propio placer, de acuerdo con las circunstancias y el gusto específico de cada uno. En consecuencia, podemos definir la emancipación, simplemente, como la condición que permite la aparición y funcionamiento de la autonomía. Una lucha por la emancipación es una lucha por la autonomía, es decir, una lucha por la alegría y la autodeterminación. Y la utilidad del ateísmo debe ser examinada en relación con esa emancipación.
Divinidades sociales, peleles rebeldes
A pesar de sustentarse en el Yo, la emancipación tiene que tener lugar dentro de un contexto social. El individuo singular a menudo encuentra su autonomía modificada no sólo por dificultades técnicas de soporte y control del movimiento del placer, sino también por la presión ejercida sobre él por parte del contexto social.
Si el ateísmo absoluto es simplemente desaconsejable a nivel individual, parece ser francamente imposible a nivel de organización social. Fuera de las estrechas redes de la amistad y el amor —y de algunas otras circunstancias afortunadas— las Uniones de Egoístas de Max Stirner no aparecen por ninguna parte, al menos en su forma más pura. Aunque en mi último libro he defendido la creación de comunidades que no fueran “edificadas en torno a un tótem central”, la simple observación parece sugerir, incluso a mí, que tales comunidades podrían no ser posible fuera del territorio del amor y la amistad.
En nuestro día a día, en el trato con los otros, una forma de cortesía impone la invocación de abstracciones normativas como garante de nuestras relaciones. Con el fin de ser capaces de tratar a los otros sin temor a su autonomía, o para tranquilizar a esos otros acerca del uso de la nuestra, presentamos nuestras palabras o acciones como si fueran producidas “a favor de” o “en nombre de” una entidad superior e impersonal. Tratamos con otros, hombres y mujeres, como pertenecientes a una clase social, como ciudadanos o, simplemente, como miembros de la humanidad. Sobre todo, invocamos a la Humanidad para cubrir cortésmente nuestra empatía, tal vez una de las características más significativas de nuestra autonomía individual. Y siempre que las abstracciones tradicionales comienzan a desvanecerse, invariablemente inventamos otras nuevas —que generalmente definimos como “identidades”— a las cuales podemos asignar la responsabilidad de nuestras acciones, palabras, sentimientos y comportamientos.
Eso que he definido antes como tótems centrales de la vida social se podrían llamar, más acertadamente, como “peleles rebeldes” que se sientan en nuestros hombros y que actúan como nuestros ventrílocuos imaginarios.
Esos “peleles”, entidades invisibles que también denominé “abstracciones normativas”, asumen y socializan el papel que solía ser el del “daimon” socrático. La mayoría de las conversaciones entre las personas son, de hecho, conversaciones llevadas a cabo “en nombre de” sus “peleles” abstractos, al igual que la mayoría de guerras son, de hecho, batallas entre banderas: aunque la sangre que se derrame en ellas sea siempre muy humana.
Mientras en mi libro me referí a un ateísmo de máximos, propio del aventurero, en estas líneas me he centrado en un punto de vista menos heroíco —pero tal vez más frecuente—, la guerra de guerrillas de un ateo radical inserto en una sociedad contemporánea
La posición así ocupada por una abstración normativa es uno de los poderes por excelencia. Sentado en el hombro de una persona, haciéndola actuar y hablar en su nombre, la abstracción normativa permanece perfectamente inactiva y en silencio: sus sujetos actúan y hablan por ella. Tal vez por esto el Dios de las religiones monoteístas hace tiempo que dejó de crear y de hablar. Un Dios todopoderoso no puede ser de otro modo que silencioso e inmóvil: cualquier palabra, cualquier acción, revelaría no sólo su carácter incompleto, sino también su obediencia a una voz más alta y a una voluntad superior.
La única actividad que las abstracciones normativas y las divinidades hacen, en ambos casos, por ellas mismas —aparte de franquiciar su nombre como una justificación para las acciones humanas— es el consumo de las ofrendas de los sacrificios que se les realizan. Las divinidades pueden ser inmateriales, pero requieren alimentación con el fin de seguir existiendo. Aunque podría resultar imposible abandonar por completo a las divinidades dentro de un contexto social, es todavía posible un cierto grado de discrecionalidad para el individuo que prepara el banquete. Es ahí, mientras se alimentan esos “peleles” divinos y rebeldes, cuando el individuo puede todavía encontrar una manera de salvaguardar su autonomía: no mediante actos de heroísmo, sino a través del hábil uso de una forma de astuta resistencia a la que los griegos llamaron metis[5].
Las divinidades viven de la sumisión de sus súbditos. Como no son capaces de actúar —paralizados como están en su posición de poder— la obediencia que inspiran constituye su única dieta. La sumisión puede ser presentada a estas divinidades devoradoras de dos maneras distintas: o bien con comportamiento sumisos o bien con representaciones performativas de sumisión. Si los comportamientos sumisos constituyen el alimento de los dioses en su forma más pura, las representaciones performativas de sumisión son su forma más espectacular, aunque sean un sustituo vacío. Me viene a la mente el mito de Prometeo, cuando presentó a Zeus dos montones de sacrificios distintos, uno compuesto por buena comida y el otro por huesos envueltos en grasa. Zeus cayó en la trampa y eligió la segunda opción. Hoy todavía es posible un acto similar de esa astucia llamada metis y lo es cada vez que una persona es obligada —o estratégicamente decide— confiar en el uso de abstracciones normativas.
El catolicismo como un ateísmo radical
Quizás estas dos maneras diferentes de alimentar a las divinidades puedan ser mejor explicadas con una metáfora, comparando el funcionamiento interno del catolicismo en oposición a la del protestantismo.
Cuando surgió el protestantismo, primero con Lutero y después con una plétora de otros reformadores, el principal objetivo de sus ataques era la desacralización progresiva que había sufrido la religión, la cual había sido provocada por la corrupción católica. De hecho, esta acusación no podría haber sido más conmovedora. Ya con más de mil años de edad, la Iglesia Católica se había convertido en una institución con rituales extravagantes y un carácter social y político, apenas disfrazado como autoridad espiritual. El laicismo de la Iglesia Católica no se limitaba a las jerarquías corruptas, sino que tenía sus raíces en el estilo de vida de los millones de devotos que constituían su base. Originalmente empañada por la superstición rural y el paganismo romano, el catolicismo en su día a día, había desarrollado progresivamente —en particular en el Sur de Europa— una tendencia pronunciada hacia el ateísmo radical.
A través de su amplio uso de los rituales espectaculares y más en general a través de una iconofilia que contrastaba con la iconoclastia protestante, el catolicismo se había convertido en una cocina divina inagotable, que ofrecía a Dios las réplicas más deliciosas de la auténtica comida espiritual. Mientras que los protestantes defendieron un comportamiento verdadero, honesto, humilde de sumisión a Dios, los católicos construyeron elaboradas representaciones y rituales de esa sumisión. Los protestantes ansiaban formas más profundas y auténticas de arrepentirse verdaderamente de sus pecados y de obedecer los mandamientos de Dios, mientras que los católicos sublimaban su culpa y obediencia mediante exhibiciones extraordinarias de sus equivalentes representacionales. Los protestantes podrían atormentar su alma y su carne durante toda su vida, pidiendo perdón y moldeando su alma para ser un instrumento perfecto en manos de Dios. Los católicos, en el escenario más extremo, serían flagelados físicamente durante unos minutos durante una procesión pública y luego considerarían que su deuda con la divinidad estaba pagada en su totalidad.
no puede sonar demasiado sorprendente la afirmación de que el enfoque católico es, quizás, el único método posible de ateísmo radical
En el corazón de la práctica católica —lo que Mario Perinola definió como el “sentimiento católico”[6] — se encuentra la inquietante revelación de que su funcionamiento básico es el de un exorcismo: no un exorcismo del diablo, sino de Dios. La compleja red de rituales tejida a lo largo de siglos por los sacerdotes católicos y los creyentes funciona como una trampa, prevista para atrapar el paso de Dios con su séquito de sentimientos de culpa, servidumbre voluntaria, moral religiosa y demás. Pero enredando estas abstracciones normativas en sus rituales, los católicos se las arreglan para limitar su influencia, circunscribir su existencia y, finalmente, librarse de la obligación de “alimentarlos” con la verdadera carne y la auténtica sangre de sus comportamientos diarios. Fuera del ritual, se encuentra la libertad (la autonomía): como fuera del lenguaje se encuentra el objeto referido por éste.
Por el contrario, el rechazo protestante a los rituales y los hábitos católicos rompió esta jaula mágica, liberando así a Dios y a su séquito voraz. En la cultura protestante, la divinidad —Dios , así como sus equivalentes sociales contemporáneos— tienen que ser alimentados no con “representaciones” de arrepentimiento, sino con un verdadero, continuo y doloroso martirio. Para decirlo de acuerdo con la jerga actual del “mangament”: uno no tiene sólo que trabajar, sino que además debe amar “de verdad” su trabajo. Aquí está la razón que se esconde detrás del ataque de Calvino al nicodemismo católico[7], o la “exhortación al martirio” de Della Rovere[8]. Si el exceso de boato de la iglesia católica es una mazmorra donde los espíritus de la religión languidecen, al tiempo que se les impide afectar a la libertad humana real, la sobriedad protestante es una trampa para los humanos. Dentro de los más que blanqueados muros de la mente protestante, una persona está siempre sola bajo el pie de los mandatos divinos.
Sobre la base de lo que hemos visto hasta ahora, no puede sonar demasiado sorprendente la afirmación de que el enfoque católico es, quizás, el único método posible de ateísmo radical. Al llamarnos a nosotros mismos “individuos” y al transformarnos en tales, podemos ser liberados del fantasma de la individualidad y del yo. Mediante la realización de eventos sociales llevados a cabo con la destreza y el cinismo del actor profesional —esto es, empleando estratégicamente algunos trucos generalmente asociados con la psicopatía— podemos ser liberados del riesgo de incorporarlos “de verdad” a nuestra intimidad más profunda. La modestia que una persona muestra con respecto a lo que es más querido e íntimo para ella, por temor a perderlo, debería ser un indicador de la posibilidad de emplear las representaciones públicas como una herramienta para exorcizar y restringir aquello que es más peligroso para nosotros.
Conclusiones
Comencé este ensayo mencionando mi reciente trabajo sobre ateísmo radical. A través de estas páginas he tratado de desarrollar mi estrategia de un ateísmo radical bajo el prisma de una visión pesimista: entendiendo la aparente inevitabilidad de algunas abstracciones normativas. Mientras que para algunas de ellas, como el “Yo”, he reclamado una particular existencia utilitaria —en aras de la autonomía y la emancipación— para otras, como las abstracciones sociales normativas, he admitido que dentro del amplio mundo social tal y como yo lo veo, simplemente parecen ser inevitables. Si bien me desesperaba la posibilidad de prescindir de ellas fuera de las relaciones de amistad y de amor, algo que no descarto por completo, como no niego la conveniencia ideal de su desaparición, tal y como argumento en detalle en mi último libro. A la luz de estas consideraciones, he tratado de trazar una estrategia práctica que, aunque por debajo del ateísmo absoluto, permitiría al individuo mantener un enfoque radicalmente ateo.
He confeccionado esta estrategia para aquellas situaciones en las cuales un individuo podría estar atascado en una posición de impotencia frente al poder de las abstracciones normativas, o podría verse obligado a aceptarlas al menos hasta cierto punto. El objetivo de este ensayo ha sido pensar acerca de cómo una persona en esa posición podría ceder tan poco como fuera posible al culto a esas abstracciones normativas, mientras salvaguarda de manera efectiva su propia autonomía.
Con este fin, he defendido la utilidad de un —metafóricamente hablando— enfoque católico. He caracterizado el catolicismo como una red de representaciones vacías, las cuales son utilizadas para “atrapar” una abstracción normativa (en este caso específico, Dios y la moral religiosa) mientras nominalmente la mantiene viva. Este enfoque nos permite hacerlo evitando tanto los peligros del nihilismo absoluto como los procedentes de una sumisión religiosa real. Este intento de representación de la “creencia” puede ser comparada a la “simulación de la competencia” promulgada por Condottieri y las tropas mercenarias durante el renacimiento italiano[9], y se contrapone frontalmente al enfoque protestante. Esbocé el núcleo de la actitud protestante como una devoción transparente y honesta en lugar del artificio barroco [10]; como un deseo de arrepentirse y sufrir que es tan profundo que acaba siendo invisible, y se contrapone a la flamante representación de dolor que caracteriza a las esculturas católicas de santos y mártires. En una palabra, he caracterizado el protestantismo por su ingenuidad ante el rostro del poder terrorífico de las abstracciones normativas, y he defendido una estrategia católica de astucia como una manera efectiva de ateísmo radical.
Mientras en mi libro me referí a un ateísmo de máximos, propio del aventurero, en estas líneas me he centrado en un punto de vista menos heroíco —pero tal vez más frecuente—, la guerra de guerrillas de un ateo radical inserto en una sociedad contemporánea. Aunque me he centrado sólo en las estructuras teóricas de este tipo de “guerra” (anti)espiritual, animo al lector a comprobar su relevancia frente a los retos diarios como el trabajo o el desempleo, la ciudadanía, la normatividad de género, las alianzas políticas y demás. Espero poder escribir más acerca de este asunto en una futura serie de ensayos
[1]Max Stirner, The Ego and His Own, Verso, 2014
[2] La escuela cirenaica de filosofía fue funda por Aristipo el Viejo y floreció durante el periodo helenístico. Propone una fórmula de ética ultra-hedonista, complementada por una única ontología del devenir. Todavía hay poco material académico disponible sobre ellos, pero el libro de Ugo Ziolioli “The Cyrenaics” (Aucmen, 2012) es una introducción excelente y penetrante a su pensamiento, especialmente a su ontología. Yo escribí un esbozo de la filosofía cirenaica en relación con el existencialismo anarquista que se puede ver aquí: http://th-rough.eu/writers/campagna-eng/cyrenaics-ultra-hedonists-ancient-anarchism.
[3]Aristocles, citado en Eusebius, Preparation for the Gospel, 14.18, 764ab; G IVB 5
[4]Oswald Spengler, The Decline of the West, Cambridge University Press, 2003
[5] Un interesante análisis de la “metis” se puede encontrar en “Strategy”, Lawrence Freedman, Univesity Press, 2013. También lo traté ampliamente en mi ensayo “The Cunning Man” escrito para E.R.O.S. Journal, Número 4, 2014
[6]Mario Perniola, Del Sentire Cattolico, Il Mulino, 2001
[7] Nicodemo el fariseo es mencionado en el evangelio de Juan 3:12. Aunque exteriormente parecía un judio piadoso, solía visitar a Jesús en secreto, por las noches, para recibir instrucción. Calvino introdujo la palabra “nicodemismo” en 1544 en su “Excuse a messieurs le Nicodemites”.
[8]Giulio della Rovere (1504-1581) era un agustino italiano que se convirtió al protestantismo. Fue el autor de una “Exhoratación al martirio” en 1552.
[9] Durante el renacimiento, los grandes ejércitos de mercenarios fueron empleados por muchos estados italianos en sus guerras. A menudo, bajo el liderazgo de un Condottiere, los mercenarios eran famosos por luchar entre sí en batallas poco cruentas, casi simulacros. Un buen relato de esta situación se puede leer en el libro de Geoffrey Trease “The Condottieri”, Thames and Hudson, 1970.
[10] Para un análisis más detallado de la relación entre el artificio barroco y la liberación anarquista, escribiré un próximo artículo titulado “No tenemos nada que sea nuestro salvo el tiempo”, acerca de la estrategia de Baltasar Gracián sobre el oportunismo irrespetuoso.
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