Analizamos la novela del poeta brasileño editada por Vaso Roto
Los que hayan conocido a Lêdo Ivo como poeta no se llevarán ninguna sorpresa en cuanto a la temática y el estilo que Lêdo Ivo desarrolla en “la muerte en brasil”. Por más que en un magnífico poema, el escritor brasileño declarase: “No cantaré a la casa en que nací / ni al arroyo que no existió en mi infancia. / No quiero ser el poeta menor de la infancia y las inexistentes alegrías perdidas”, lo cierto es que buena parte de la producción poética de Ivo y también ésta novela tienen como trasfondo su propio pasado, transcurrido en la ciudad costera de Maceió (y a la que se une, aquí, los paseos que de joven llevó a cabo por Río).
Porque, aunque “la muerte de Brasil” es, sí, una novela protagonizada por un policía, está lejos de ser una novela polícíaca, al menos, una engastada en el género. Veamos un ejemplo: el narrador, un comisario, habla con el archivero nacional: el Ministro le ha prometido un dinero que no acaba de llegar y, mientras, los cuadros se arruinan y los papeles son comidos por los ratones o enmohecen bajo las goteras. El comisario piensa en un joven que robó unas joyas que, al parecer, habían pertenecido a una noble hace tiempo muerta y también en el caso de unos santos barrocos desaparecidos de unas pequeñas iglesias y cuyo destino (las familias de la alta sociedad) acaso convenga ignorar Frente a esa lucha por conservar o modificar el pasado, por lo histórico, es el vuelo de una mosca y los gritos de unos niños lo único que le hablan del presente, pero ¿cuánto vive una mosca?¿y cuánto vivirán los niños? Aunque el protagonista y narrador de “la muerte en Brasil” es un comisario, Lêdo Ivo no ejerce aquí de Simenon o de Hammet, sino de Sartre o Camus y, sobre todo, de él mismo: el recuerdo (y una visión trágica del mundo, cercana a “la náusea”) lo envuelve todo.
Hay, en la prosa una tendencia al inventario detallista, acaso para intentar salvar el aspecto material de ese Brasil que se muere. Esto da lugar a párrafos largos, lentos, monótonos, que trabajan en el lector no por tensión (insistimos: que el protagonista sea un comisario no convierte a esta obra en una novela policíaca) si no por aplastamiento.
Ese comisario que ejerce de protagonista, de narrador y, sospechamos, de escritor, tiene mucho de flâneur. Buena parte de la novela la componen sus paseos, mediante los cuales tiene acceso a un Río de Janeiro en descomposición, a un Brasil que vive las horas bajas de la resaca después de la orgía de la especulación. Con sus caminatas, el protagonista trata de captar, a través de lo material, el espíritu de la ciudad. Realiza un trabajo psicogeográfico y se pierde en una ciudad que tacha de “inmunda” (mientras sueña con “limpiarla”) pero que lo atrae cada noche hacia sus calles.
El brasil que se muere en esta novela es, lo hemos anotado arriba, un Brasil en crisis, que se creyó rico tras un período de especulación y en el que las plazas están lenas de repartidores de tarjetas publicitarias de tiendas que prometen pagar el mejor precio a aquellos que empeñen sus joyas de oro (¿les suena?). Un Brasil en el cual la gente ha comenzado a dar caza a los ratones para comérselos, pero en el que los únicos problemas acuciantes son aquellos que afectan a los ricos: la bolsa, la deuda, la macroeconomía. Con todo su cinismo y toda su irritación, la voz del protagonista da testimonio (tal vez a su pesar) del expolio y de la ruina.
A este personaje se opone, narrado en tercera persona, otro hombre sin nombre y sin rostro, que pasea sin ser visto por las mismas calles que el comisario y que planea un magnicidio. Un hombre que está a punto de morir y que se siente como si ya hubiera muerto. El último luchador de la guerrilla del caparaó. Un hombre que ya no lucha por la revolución, sino por la aniquilación; que ha dejado de creer para ser, casi, un mensaje de la destrucción:
“él no transigía con la locura del mundo, que se negaba a aceptar la verdad de que la conservación y la permanencia eran los grandes enemigos del futuro: sólo el día en que Río de Janeiro fuese, en la historia del Universo, tan solo una palabra, como Babilonia o Nínive, se habría cumplido su destino”.
“La muerte de Brasil”, dice Lêdo Ivo en unas notas finales, “es una alegoría”. Hay que ver ese elemento alegórico, por ejemplo, en el hecho de que la justicia proceda, después de todo, de la mano anónima del pueblo; pero también, y quizás en un plano más inconsciente, haya que verlo en el hecho de que Lêdo Ivo haya transmutado los recuerdos de su infancia y de sus propios vagabundeos juveniles en los de un “ex yo futuro” (Unamuno) policial convencido de que sea cual sea el régimen y sea quien sea el Rey, él y su gente seguirán siendo necesarios como agentes del orden (y también de la represión).
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