Portada de Diario de un escritor de la editorial Alba

Buenos libros viejos: Diario de un escritor

Inauguramos sección con el comentario de un libro clásico, “Diario de un escritor” de F.Dostoievski, rescatado hace un par de años en una nueva edición por la editorial Alba.

Portada de Diario de un escritor de la editorial Alba
Portada de Diario de un escritor de la editorial Alba

Hay libros cuya publicación es algo parecido a un milagro. Libros menores de autores prestigiosos o libros mayores de autores ignotos. Libros, en cualquier caso, de esos de los cuales sus responsables editoriales saben que no van a vender más de trescientos o cuatrocientos ejemplares y eso, siendo generosos.

Vaya por delante, en cualquier caso, que no sé cuántos ejemplares se han vendido en España, desde que se publicó hace ya unos años, del «Diario de un escritor» de F. Dostoievski, editado por Alba. La primera edición de este texto de la que tenemos constancia desde aquella de Mercadel para Rivadeneyra  en los años cuarenta.

La edición de Alba no es, en todo caso, una edición completa, pese a ocupar algo más de 630 páginas, con un buen tipo de letra, eso sí. Faltan algunas partes consideradas, a discreción del editor, como menores o, al menos, poco importantes. Aun así, lo que resta —que es, en realidad, la mayoría— es un libro donde podemos encontrar lo mejor y lo peor de aquel ser maravilloso e indubitablemente genial que fue Fiodor M. Dostoievski.

De este libro, dice en el prólogo Víctor Gallego, su traductor, lo siguiente: «El diario de un escritor es, ante todo, un libro de una variedad prodigiosa, de una frescura admirable y, la mayoría de las veces, de una gran amenidad […]. ¿Qué es “el diario de un escritor”? ¿De qué temas se ocupa Dostoievski? El propio novelista aclara en el prólogo lo ambicioso e indiscriminado de su proyecto: “¿De qué voy a hablar? De todo lo que me llame la atención y me haga reflexionar”», se responde.

En el prólogo se da también una pista que el lector habrá de seguir con ojo avizor: la de la distancia que separa al Dostoievski fabulador, de mirada piadosa y pluma tierna y cargada de incertidumbres, del Dostoievski articulista y, especialmente, articulista político: un individuo cargado de certidumbres y presa de furibundos ataques nacionalistas —cuando no directamente xenófobos— y moralistas. Así, hablando del escritor Belinski, por ejemplo, señala, en una de las primeras páginas de su Diario: «Valoraba por encima de todo la razón, la ciencia y el realismo, pero al mismo tiempo comprendía mejor que nadie que, por sí solos, la razón, la ciencia y el realismo sólo podían crear un hormiguero, no una “armonía” social en la que los hombres pudieran fundar su vida. Sabía que la base de todo son los principios morales».

El problema del mal en Dostoievski

En cualquier caso, tanto a uno como a otro —no dejan de ser el mismo, en realidad— se les ve las obsesiones que marcan cada una de las etapas de este Diario que comienza en 1873 y termina en 1880, a las puertas de la muerte del autor. En la primera etapa, las discrepancias con aquellos que defienden que la violencia, en cualquiera de sus formas, es fruto del entorno y sólo del entorno, ocupan buena parte de los artículos.

El diario de un escritor es, ante todo, un libro de una variedad prodigiosa, de una frescura admirable y, la mayoría de las veces, de una gran amenidad […]. ¿Qué es “el diario de un escritor”? ¿De qué temas se ocupa Dostoievski? El propio novelista aclara en el prólogo lo ambicioso e indiscriminado de su proyecto: “¿De qué voy a hablar? De todo lo que me llame la atención y me haga reflexionar”

«Al hacer responsable al individuo», señala en la página 46, «el cristianismo reconoce al mismo tiempo su libertad. En cambio, al hacer al hombre dependiente de cualquier error de la estructura social, la doctrina del medio le dota de una impersonalidad total, lo exime completamente de cualquier deber moral de índole personal, de todo libre albedrío, y lo reduce al grado más bajo de esclavitud que puede imaginarse».

Así, Dostoievski avanza hacia la idea de que sólo el perfeccionamiento personal llevará al perfeccionamiento del medio, que es la suma, dice, del conjunto de las perfecciones e imperfecciones personales. Y defiende, con rotundidad, que puesto que una baja condena puede llevar al criminal a pensar que su crimen no fue para tanto —al quedarse con la duda de si en verdad cometió algún delito— y, por ello mismo, a reincidir, las penas han de ser más duras para que el criminal no tenga dudas de que, efectivamente, lo es, es decir, de que ha cometido un crimen.

Esta posición dura, defendida con cierto tono de intransigencia, contrasta con uno de los casos que ocupa buena parte de la segunda mitad del libro: el de Kornílova, una mujer acusada de tirar a su hijastra por la ventana y cuya defensa Dostoievski toma casi como algo personal desde el primer momento, hasta acudir a visitar a la mujer (que ha confesado el crimen) a la cárcel y proponer una explicación racional a lo ocurrido defendiendo que, en cualquier caso, mandar a Siberia a la mujer y a su hijo nonato (Kornílova está encinta) no solucionaría ningún problema y sólo causaría dolor a la mujer y a toda la familia.

Son un par de ejemplos, pero no los únicos, de esa dicotomía en la que parece moverse Dostoievski. Dicotomía que, por lo demás, tampoco es una sola, sino muchas. Así, por ejemplo, después de haber defendido la responsabilidad individual y la escasez de importancia del medio —toda esa disputa sobre “el origen del crimen” ocupa buena parte de los primeros números del Diario—, narra la historia de una mujer que, tras años de malos tratos, acudió a la justicia, pero ésta no la prestó atención y ella, sola y desatendida, decidió suicidarse. Ese asunto le lleva a un párrafo en el que, contra sus tesis anteriores, aduce: «debéis saber, señores, que las condiciones en las que nacen los hombres son muy diversas: ¿no creéis que esa mujer, en otras condiciones, habría podido ser una Julieta o Beatriz shakesperiana o la Margarita de “Fausto”? No estoy diciendo que lo fuera —hasta sería ridículo— pero podía llevar en su alma el germen de algo noble…”». Un ejemplo de la piedad de Dostoievski en cuanto se deja arrastrar por la imaginación, en cuanto deja su papel de ciudadano «opinador» y entra en el de fabulador.

Esa piedad resplandece aún más al final del relato, que puede servir de resumen: «se ahorcó una mañana de mayo, probablemente un claro día de primavera. La habían visto la víspera cosida a golpes, completamente enloquecida. Antes de darse muerta, acudió al tribunal del distrito, cuyos miembros se la quitaron de encima farfullando: “llevaos mejor”. Cuando la soga le apretó el cuello y la mujer lanzó sus últimos estertores, la niña le gritó desde un rincón: “Mamá, ¿Por qué te estás ahorcando?”». La hija declara contra él; aún así, es declarado “Culpable”, pero digno de indulgencia, lo que supone ocho meses de cárcel. Después, predice Dostoievski: «volverá a su casa y reclamará a la niña que declaró contra él y a favor de su madre. Así tendrá otra víctima a quien colgar por los talones».

Más allá de que esta situación de una mujer maltratada que acude la Justicia y es ignorada por ésta nos

Fiódor Mijáilovich Dostoyevski
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski

resulte repugnantemente familiar, queda el alegato piadoso de Dostoievksi, el modo en que devuelve a la vida a la víctima. En cualquier caso, su ataque contra la doctrina del medio vuelve en seguida y si al comienzo de ese mismo caso parece haberla acatado, al final exclama: «”atraso, ignorancia, el medio. Seamos compasivos”, insistía el abogado del mujik. ¡Pero millones de personas viven en las mismas condiciones y no cuelgan a sus mujeres por los pies! Debe haber alguna otra razón… Por otro lado, hay personas con instrucción que tampoco vacilarían a la hora de colgar a su cónyuge. Basta de contorsiones señores abogados, y déjenos ya en paz con eso del “medio”».

Igualmente, más adelante y al hacerse eco del caso de Necháiev (que como informa puntualmente el traductor inspiró a Dostoievski su novela «los demonios»), aduce, contra toda la lógica socrática, que, efectivamente, una buena educación no asegura una valía moral: «¿O pensáis que el conocimiento, el “saber”, los cuatro conceptos adquiridos en la escuela (o incluso en la universidad) forman el alma de un joven de forma tan acabada que al recibir su diploma adquiere de golpe un infalible talismán que de una vez para siempre le permite reconocer la verdad y evitar las tentaciones, las pasiones y los vicios» (pág. 128).

Si me paro en detallar estas diversas opiniones sobre un mismo asunto o, incluso, sobre un mismo caso concreto es porque dejan entrever la división que me parece clave entre el ciudadano cargado de certidumbres y el escritor piadoso y que todo lo comprende y hasta casi todo lo exonera. No cabe duda, por ejemplo, de que es el primero que señala: «ahí está el origen del mal: en la tradición, en el legado de las ideas, en la secular costumbre nacional de ahogar cualquier manifestación de pensamiento independiente, en el convencimiento de que, para alcanzar la dignidad del europeo, es necesario que se desprecie a sí mismo en cuanto ruso».

«Una vez que se rechaza a Cristo, la mente humana puede llegar a resultados sorprendentes». Dice después, acusando a las ideas de origen europeo de ese rechazo y a los rusos de acomplejados.

¿De dónde esperar la salvación, entonces? Dostoievski acude a su propia experiencia de presidiario: ni él ni sus compañeros renegaron de sus ideas tras ser condenados a muerte ni luego, en el presidio, ya conmutada la pena por la cárcel. ¿Qué consiguió, entonces, cambiar su punto de vista? «El contacto directo con el pueblo, la unión fraternal con él en una desgracia común, la conciencia de ser uña y carne, de estar al mismo nivel e incluso muchos peldaños por debajo», señala el escritor.

Ahí está el origen del mal: en la tradición, en el legado de las ideas, en la secular costumbre nacional de ahogar cualquier manifestación de pensamiento independiente, en el convencimiento de que, para alcanzar la dignidad del europeo, es necesario que se desprecie a sí mismo en cuanto ruso

Ésta es otra de las ideas recurrentes en el Diario, desde su inicio hasta el mismísimo final: el pueblo es el guardián de las esencias; se puede desviar un tiempo de su «destino», como el que pasa una borrachera, pero antes o después siempre vuelve a su ser. Y sin embargo, al final de ese relato (pág. 138) la contradicción salta de nuevo y Dostoievski afirma que sólo la reforma educativa del gobierno puede frenar el mal; es decir, que la educación sí que importa. A condición, eso sí, de que sea una educación nacional.

En cualquier caso, no hay en estas páginas una guía, un camino claro. Dostoievski duda, se combate, discrepa de sí mismo. Casi se le podía atribuir aquella maravillosa y afamada frase de Unamuno: «Yo soy mi mayoría y no siempre tomo las decisiones por unanimidad».

El Larra ruso

Hay, no obstante los anteriores ejemplos, también mucho comentario ligero, costumbrista, en el Diario. Y suponemos que buena parte de lo echado a un lado en esta traducción siguiera esa línea. Así, Dostoievski nos habla de los viajes en tren, en barco, de los balnearios, y de algunos singulares momentos en su vida de hombre acomodado de la sociedad peterburguesa, como ese capítulo tan de Larra en que acomete contra los funcionarios afectados de jupiterismo y del «vuelva usted mañana». No sin ahorrarnos, eso sí, comentarios machistas («Decidme, ¿dónde es posible encontrar hoy a una muchacha o a una señora sin un libro en la mano?») o clasistas («del público de proa, es decir, de [los viajeros] de segunda clase, no vale la pena hablar: son simples pasajeros, a los que ni siquiera se puede considerar público. Allí va la gente insignificante, con sacos a modo de equipaje, en medio de apreturas y estrecheces»).

También nos enteramos por el Diario de algunos planes de futuras novelas: «Siempre me han gustado los niños, pero ahora me interesan de una manera especial. Hace tiempo que me he propuesto escribir una novela sobre los niños rusos de hoy» (pág. 166).

Precisamente los niños ocupan buena parte de las páginas de la segunda parte del diario, la que arranca en 1876. Es la época en la que está preparando «padres e hijos» y sus palabras sobre los niños maltratados o abandonados, al igual que sobre las mujeres maltratadas, nos reconcilian con el escritor piadoso que siempre fue en sus novelas, incluso en aquellas cargadas de violencia, como las «memorias del subsuelo».

En esta segunda parte, Dostoievski aprovecha para incluir relatos, breves ficciones sobre los temas que va tratando. Es en esos relatos donde asoma la patita el genio, donde la moralina y la soberbia del que vive entre certidumbres deja paso al tono tierno, compasivo, indulgente.  Cuando escribe relatos Dostoievski no pontifica, trata de captar —capta— la vida en movimiento, con sus luces, sus sombras y sus grandes espacios de claroscuros.

Podemos encontrar en el Diario un Dostoievski escritor, idealista, piadoso y también un peterburgués de buena cuna, nacionalista y hasta xenófobo

Su compasión en estas páginas llega hasta a los animales: «cada golpe que llovía sobre el animal era resultado directo, por decirlo así, de cada golpe que caía sobre el hombre». Y desde luego, a la mujer: «el borracho no se compadece de los animales; el borracho abandona a su mujer y a sus hijos. Un hombre borracho va a ver a su mujer, a la que ha abandonado y de la que se ha desatendido hace meses, como también de sus hijos, y le pide vodka; luego se pone a golpearla para sacarle más vodka, y la desdichada, que trabaja como una mula (pensad en las labores de las que se ocupan las mujeres y en el valor que aún se concede a esas tareas entre nosotros) y que no sabe cómo va a alimentar a sus hijos, coge un cuchillo y se lo clava».

Una situación, la anterior, que también, y por desgracia, nos es familiar. Una situación con la que allá en Rusia, hace más de cien años, ya clamaba el ruso genial. Un ruso compasivo, piadoso, que parecía hablar de nuestra España de ahora (o de pasado mañana) al decir: «nunca he comprendido la idea de que sólo una décima parte de la población debe beneficiarse de la educación superior, mientras las nueve décimas partes restantes deben servir únicamente de material y de medio, quedando sumidad en las tinieblas. Me sería imposible vivir y pensar si no tuviera una fe ciega en que los noventa millones de rusos (y los que puedan nacer en adelante) serán un día, del primero al último, personas cultivadas, humanas y felices».

Dostoievski: crítico literario

En suma, podemos encontrar en el Diario un Dostoievski escritor, idealista, piadoso y también un peterburgués de buena cuna, nacionalista y hasta xenófobo. Pero por no dejarles sólo con esta última imagen, les haré partícipes de dos últimas cita, ambas correspondientes a dos de las pocas ocasiones en que Dostoievski se atreve a actuar como crítico literario.

La primera corresponde a un comentario sobre «Anna Karenina», que acababa de ver la luz: «En ese libro queda perfectamente demostrado que el mal está arraigado en el hombre mucho más hondo de lo que los curanderos socialistas suponen; que ninguna estructura social puede eliminar el mal; que el alma humana no cambiará nunca; que la anormalidad y el pecado tienen su asiento en esa misma alma; y, por último, que las leyes del espíritu humano siguen siendo tan poco conocidas, tan oscuras para la ciencia, tan indeterminadas y tan misteriosas que no hay ni puede haber curanderos, ni siquiera jueces definitivos».

La segunda es un hallazgo por el cual —somos de la idea de que los genios siempre se tocan por alguna costura— merece la pena leer este libro. Se trata de la opinión de Dostoievski sobre «El quijote»: «No sé lo que enseñan ahora en las clases de literatura, pero el conocimiento de ese libro, el más grande y más triste de cuanto ha creado el genio humano, elevaría sin duda el alma de los jóvenes merced a la grandeza de su pensamiento […]. El hombre no olvidará llevar consigo ese libro, el más triste de todos, el día del Juicio Final. Mostrará el más profundo y fatal misterio del hombre y de la humanidad, revelado por ese libro».

Nada más (ya ha sido mucho). Salvo un consejo: arrímense ustedes a este libro. Y a «El Quijote», el libro más triste del mundo. También el más maravilloso.

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