No busquen en este libro -“¿Se puede separar la obra del autor?” (Clave Intelectual, 2021)- soluciones simplistas y eslóganes de barra de bar sobre la cultura de la cancelación o mantras absurdos acerca de lo feliz que era Europa antes de que la izquierda woke procedente de las universidades estadounidenses nos estropeara el paisaje. Estamos, afortunadamente, ante un libro serio, no ante el penúltimo esfuerzo de un columnista sin formación ni capacidad de reflexión para tratar de epatar y mantenerse en el candelero mediático de Twitter durante diez minutos más.
La reflexión de Gisèle Sapiro parte, de hecho, de donde no suelen partir los exabruptos a los que estamos acostumbrados en España cuando se trata el tema: del hilado fino. Por ello, la autora francesa se hace una pregunta que debería ser básica: dónde comienza la obra y dónde el autor. O dicho de otra manera, qué tipo de relación mantienen o han mantenido obra y autor en la historia europea reciente.
Sapiro nos pone, así, frente a una de las paradojas de la creación moderna: el escritor ha reclamado un papel fuerte en la autoría cuando se ha tratado de defender derechos de autor o de recibir premios, es decir, cuando ha actuado la necesidad, la vanidad y hasta el narcisismo, pero ha optado por respuestas más románticas -la obra está en el “zeitgeist”, y el escritor solo es una especie de médium- cuando se le ha intentado juzgar por aquello que uno de los personajes decía en una obra de ficción y se deseaba relacionar al propio autor con esa misma postura.
En ese hilado fino, Sapiro muestra cómo algunos autores del canon francés, pero lo mismo valdría para el español, se han querido alejar de lo que defendían en su obra de ficción por ser polémica, sobre todo cuando han sido acusados de antisemitismo o colaboracionismo, sin darse cuenta de que en muchas ocasiones sus textos de no ficción sostenían posiciones similares o incluso más extremistas que las de sus personajes.
Defiende Sapiro también lo que ella llama el “derecho al error”, es decir, la posibilidad de que un autor, en un contexto histórico determinado, se equivoque al defender una postura e incluso así lo reconozca e, incluso, trate de enmendarlo luego contando su experiencia, como sería el caso paradigmático de Günter Grass. Pero también defiende que posiciones editoriales como la conmemoración, reedición y promoción en Francia del fascista Maurras no son ajenas ni a los dividendos económicos que esta acción supone para los implicados, ni a un clima político que se está derechizando a toda prisa y que busca reescribir la historia comenzando por “descancelar” a autores que habían sido apartados del canon por su pasado colaboracionista o esconderlo en aquellos que, por una razón u otra, han permanecido en el canon, casos de Blanchot o Heidegger.
En España, donde hemos oído a una tertuliana decir, en uno de esos disparates extremocentristas a los que estamos acostumbrados, que quienes bombardearon Guernika no eran tan malos, no nos extrañan estos intentos de quitar el polvo a las viejas glorias nazis y fascistas con la excusa de la supuesta hegemonía cultural, tachada de dictadura, de la izquierda biempensante.
Es ahí, dice Sapiro, cuando la palabra cancelación aparece. No como la voluntad de acabar con esas obras, de sumergirlas en el olvido, sino como la necesidad de estudiarlas, a la vez, “desde un punto de vista interno y externo, ya que, debido precisamente a su relativa autonomía, el interés expresivo está en ellas más o menos oculto y, por lo tanto, resulta irreconocible”.
Comprendiendo que si la obra supera al autor y es autónoma a éste, por otro lado, es innegable que la obra “lleva la huella de una visión del mundo, y de unas posiciones ético-políticas”, más o menos escondidas o claras en función del trabajo formal realizado por cada autor.
Y concluye Sapiro: “Si bien queda claro que no hay que censurar las obras de pensamiento, yo expresaría mis reservas, en virtud de su carácter performativo, con respecto a aquellas que incitan al odio racial y al sexismo, que estigmatizan a poblaciones vulnerables o que hacen apología de la violación y de la pederastia, a condición de que se distinga la apología de estas conductas de sus representaciones”. Sin olvidar, añade, que cuando se premia a ciertos autores puede estar premiándose también su conducta y que, por lo tanto, hay en el premio y en el aplauso una clara complicidad.
En el aplauso, por ejemplo, de los teatros patrios cuando se subía a sus tablas Plácido Domingo o el reciente de loas asistentes a la pasarela de Los Ángeles al desfilar Alexander Wang. Pero la culpa, nos quieren convencer, es del que desde una posición de debilidad señala la herida, no de quien, desde una posición de dominio, la causa. Y lo llaman libertad.
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