Democracia sin atajos, de Cristina Lafont (Trotta, 2021), articula una concepción participativa de la democracia deliberativa que aspira a mejorar el control democrático de la ciudadanía y defiende la importancia de la participación ciudadana frente a concepciones que menosprecian su valor. Para ello, ofrece un análisis crítico de concepciones pluralistas, epistémicas y lotocráticas de la democracia.
Catedrática de Filosofía de la Northwestern University, Lafont nació en Valencia y dedica esta obra a uno de los mayores difusores de la idea de democracia deliberativa –y racional− Jürgen Habermas, quien ha calificado la obra de “brillante”.
Según Lafont, los defensores de la democracia deliberativa proponen varios «atajos» institucionales para solventar problemas que aquejan a las sociedades democráticas como, por ejemplo, la necesidad de superar desacuerdos profundos, la ignorancia política de los ciudadanos o la baja calidad de la deliberación pública. Desafortunadamente, todos esos atajos no democráticos requieren que la ciudadanía defiera ciegamente a las decisiones de actores sobre los que no puede ejercer ningún tipo de control (mayorías electorales, expertos políticos o ciudadanos elegidos al azar). Implementar dichas propuestas socavaría, por tanto, uno de los principios básicos de la democracia.
Además, dichas concepciones asumen ingenuamente que una comunidad política puede avanzar más rápido si ignora las creencias y actitudes de sus ciudadanos. Desgraciadamente, no hay atajos para hacer que una comunidad política sea mejor que sus miembros, ni puede una comunidad progresar más deprisa dejando atrás a sus ciudadanos, sostiene el libro. El único camino para mejorar los resultados políticos es el largo camino participativo en el que los ciudadanos transforman mutuamente sus opiniones y actitudes para forjar una voluntad política colectiva.
Hablamos con la autora sobre esta necesidad de mejorar la democracia, pero sin caer en utopías ni en la tentación de unos atajos que pueden conducir a soluciones poco democráticas, aunque disfrazadas de tal.
En los últimos años se recuperó el interés, sobre todo a nivel académico, por otras formas de democracia. Aunque parte del espectro político ha querido señalar que la democracia no tiene apellidos (real, directa, deliberativa,…), como si la democracia participativa fuera inmutable, lo cierto es que esa necesidad por mejorar el actual sistema parece crecer. ¿A qué cree que se debe esta situación?
Mi impresión es que desde el final de la guerra fría y con la consolidación de una economía globalizada las decisiones políticas más importantes han ido migrando más allá de las fronteras nacionales y con ello se han creado múltiples “atajos” legales e institucionales que permiten a actores poderosos tomar decisiones políticas al margen de la ciudadanía. Debido a esta situación, aunque en las sociedades democráticas los ciudadanos siguen teniendo el mismo paquete de derechos políticos de voto, libertad de expresión, etc., esos derechos ya no garantizan un poder real de influenciar las decisiones políticas. Las formas tradicionales de participación electoral, así como los partidos políticos tradicionales, no parecen capaces de garantizar a la ciudadanía la capacidad efectiva de influenciar las decisiones políticas que les afectan. Si a eso añadimos la evidencia cada vez más clara de que los problemas que afectan de modo más drástico a los ciudadanos son globales (las pandemias, el cambio climático, etc.) está claro que las instituciones democráticas nacionales necesitan adaptarse para poder confrontar esta nueva realidad global. El ejemplo de la Unión Europea es muy ilustrativo. Para que las decisiones políticas europeas sean democráticas los ciudadanos europeos tendrían que poder elegir programas políticos europeos que estuvieran articulados y defendidos por partidos políticos europeos. Mejorar la calidad democrática de las instituciones y partidos nacionales no es suficiente. Pero, por desgracia, las instituciones y los actores democráticos que nos son más familiares son nacionales y no tenemos modelos claros de cómo tras-nacionalizar la representación democrática. Intentos de crear partidos políticos europeos o de organizar asambleas ciudadanas europeas están en la infancia y no está claro si tendrán éxito ni si, en caso de tenerlo, efectivamente mejorarían la calidad democrática de las decisiones políticas en la Unión Europea. La necesidad de transformar las instituciones democráticas es clara pero lo que no está nada claro es cuál es la mejor manera de hacerlo.
Sin embargo, hay miedo a tachar de imperfectas nuestras democracias. Y desde luego a decir que no son el único modelo posible de democracia. ¿Se ha convertido la democracia participativa en un tótem, en un ídolo que no se puede criticar sin caer en el tabú?
Bueno, creo que la respuesta a esa cuestión varía según el contexto en el que nos fijemos. En determinados contextos criticar los defectos de nuestras democracias podría malentenderse como una forma de dar apoyo indirecto a regímenes autoritarios como los de China o Singapur que se presentan como mejor capacitados para atajar problemas globales que las democracias que son demasiado lentas, generan desacuerdos constantes, favorecen la acción a corto plazo, etc. En ese sentido puede que haya un cierto miedo a criticar los defectos de nuestras democracias. Pero la situación es bastante diferente en contextos académicos, así como en los debates entre teóricos de la democracia, científicos políticos y profesionales dedicados a diseñar e implementar nuevas instituciones democráticas. Aquí hay una tendencia cada vez mas visible a criticar el modelo de democracia electoral e incluso a defender modelos radicalmente diferentes como la lotocracia. Junto a la avalancha de publicaciones pronosticando la muerte de la democracia o la llegada de la posdemocracia cada vez se publican más libros y artículos con títulos como “Contra las elecciones” en los que se critica la democracia participativa tradicional y se propone eliminar las elecciones y sustituir las asambleas legislativas electorales por asambleas de ciudadanos elegidos al azar. Sus defensores se consideran demócratas radicales y argumentan que la crisis de la democracia representativa es tan profunda que no se puede superar simplemente con reformas, lo que se necesita es una forma de democracia totalmente diferente, sin partidos políticos, ni elecciones, ni representantes políticos, sólo con asambleas ciudadanas dirigidas a solucionar los problemas que las instituciones tradicionales no solucionan. Lo que escasea en este contexto son voces que defiendan la posibilidad y la necesidad de mejorar nuestras democracias en vez de limitarse a lamentar su muerte inminente o proponer atajos no-democráticos como única alternativa. Ofrecer una defensa sin reservas de la democracia es una de las motivaciones principales de mi libro.
La devaluación de la democracia da credibilidad a los que proponen “remedios” que son peores que la enfermedad, como el populismo o la tecnocracia.
Cristina Lafont.
Su libro arranca de una manera contundente, señalando que uno de los países referentes y más autoconvencidos (al menos en el pasado) de su ejemplaridad democrática como son los Estados Unidos podría no ser, de facto, una democracia, sino una oligarquía. La razón principal es que lo que la gente piensa tiene poco impacto en lo que los dirigentes deciden. ¿No es extensible este problema a buena parte de las democracias occidentales?
Efectivamente, creo que este problema es extensible a la mayoría de las democracias occidentales. Aunque las condiciones políticas específicas de cada país sean diferentes, hay una sensación generalizada entra la ciudadanía de perdida de influencia real en las decisiones políticas a las que están sujetos. Este descontento se refleja de modo alarmante en la perdida de confianza en las instituciones democráticas por parte de la ciudadanía que muestran los sondeos, así como en el resurgimiento del populismo y el etnonacionalismo en la mayoría de los países democráticos. En el caso de la Unión Europea, los déficits democráticos inherentes al proyecto de integración económica sin la correspondiente integración política han sido bastante evidentes desde el principio y se vienen criticando desde hace décadas.
Leyendo el libro, se ve cómo una y otra vez usted señala que, pese a coincidir en el diagnóstico con usted y con otros críticos, muchos están proponiendo soluciones no ya utópicas, sino directamente antidemocráticas. ¿Es la devaluación de la democracia el caldo ideal para que surjan líderes populistas y mesiánicos y para los autócratas? ¿Debemos defender la democracia participativa y de algún modo oligárquica que tenemos mientras logramos construir algo mejor?
Absolutamente. El libro está escrito con esa urgencia en mente. La crisis de la democracia y el resurgimiento del populismo y el autoritarismo deben ser una llamada de alerta a todos los ciudadanos demócratas. No podemos asumir que la democracia es irreversible y que la única tarea pendiente es la transición a la democracia de otros países. La crisis que estamos viviendo es un claro indicador de que la desconsolidación democrática no es una amenaza sólo para las democracias jóvenes o en transición. El futuro de la democracia está en serio peligro en todas partes. Pese a todos sus defectos, las democracias contemporáneas representan un experimento extraordinario en la historia de la humanidad de empoderar a la ciudadanía de forma que pueda ejercer influencia real sobre las decisiones políticas que le afectan. Los ciudadanos que tenemos la suerte de vivir en sociedades medianamente democráticas tenemos una responsabilidad enorme. Antes de que sea demasiado tarde y perdamos el poder político de decisión que todavía está en nuestras manos—una comparación rápida con la situación de ciudadanos en países como China debería sobrar para recordarnos el valor extraordinario que tiene dicho poder, por limitado que sea—tenemos que luchar por reformas institucionales que nos permitan ejercer control democrático sobre las decisiones políticas que nos afectan a pesar de la nueva constelación generada por una economía globalizada, los cambios geopolíticos desde el final de la guerra fría, etc. Si los ciudadanos no luchan por la democracia nadie va a hacerlo por ellos. Nos jugamos mucho y no podemos fallar.
Precisamente en esta situación crítica, el peligro al que apuntas efectivamente es enorme. La devaluación de la democracia da credibilidad a los que proponen “remedios” que son peores que la enfermedad, como el populismo o la tecnocracia. A pesar de sus diferencias, lo que la amenaza populista y tecnocrática tienen en común es que ambas cuestionan el ideal democrático de inclusión. Tientan a los ciudadanos con la trampa antidemocrática de creer que los resultados políticos a los que aspiran se pueden conseguir más rápidamente si cogen un “atajo” y dejan a sus conciudadanos detrás. Los tecnócratas confían en que si se dejara gobernar a las élites expertas se conseguirían mejores resultados más rápidamente. Por el contrario, los populistas creen que, si se dejara gobernar al “pueblo” verdadero, en vez de las élites y las minorías a las que supuestamente sirven, se conseguirían mejores resultados. Lo que ambos olvidan es que una sociedad no puede ser mejor que sus miembros y, por tanto, a menos que la ciudadanía acepte las leyes a las que están sujetos y haga su parte para que los objetivos de dichas leyes se cumplan no se conseguirán los resultados en cuestión. Pensemos en ejemplos como la pandemia o el cambio climático. El éxito de las medidas necesarias para atajar ese tipo de problemas depende fundamentalmente de que los ciudadanos estén dispuestos a hacer su parte, es decir, que estén dispuestos a cambiar drásticamente su comportamiento, sus hábitos cotidianos, incluso su forma de vida en general (desde llevar mascarillas, confinarse o vacunarse hasta cambiar sus hábitos de consumo energético, de transporte, de alimentación, etc.). Pero los ciudadanos no van a hacer esto si no están convencidos de que los riesgos, los sacrificios y las repercusiones negativas de dichas políticas en su vida diaria están justificadas, no son injustas, o al menos son razonables. Convencer sólo a los expertos no va a ser suficiente. Ser demócrata consiste precisamente en reconocer que no hay “atajos” para obtener mejores resultados. La única manera de mejorar la sociedad es aceptar el largo camino democrático de cambiar los corazones y las mentes de los conciudadanos para que hagan su parte y se consigan resultados que todos pueden considerar al menos razonables.
La tendencia a considerar a la ciudadanía como una masa ignorante es una constante antidemocrática tan antigua como la democracia misma
Cristina Lafont
Usted es muy crítica con lo que ha llamado concepciones lotocráticas, no tanto por su propósito sino porque abren, dice, un espacio a la manipulación política. Sin embargo, esas tradiciones participativas, ¿no podrían ser una manera de “refrescar” la forma en que se hace democracia e impulsar los cambios en los países, fomentando una mayor participación? ¿No atraerían, incluso, a personas que hoy se sienten muy alejadas de la política?
Si, una de las motivaciones del libro es mostrar por qué la lotocracia, aunque puede parecer democrática, en realidad no lo es. La democracia en tanto que ideal de autogobierno requiere que los ciudadanos puedan identificarse con las decisiones políticas a las que están sujetos y aceptarlas como propias. Para ello las decisiones políticas tienen que estar en sincronía con la opinión y la voluntad política de la ciudadanía. Pero si sólo unos pocos ciudadanos elegidos al azar tienen acceso a la información y la deliberación de calidad que es necesaria para la toma de decisiones políticas mientras que el resto de la ciudadanía sigue desinformada y sin posibilidad de acceder a una deliberación inclusiva y de calidad, la brecha entre las decisiones políticas de los primeros y las creencias e intereses de los segundos, lejos de disminuir, lo que hará es aumentar. Un sistema en el que unos pocos elegidos al azar son los que deliberan y deciden y el resto de la ciudadanía no tiene más opción que obedecer ciegamente esas decisiones no es un sistema democrático.
Ahora bien, estoy de acuerdo en que las asambleas ciudadanas son instituciones que pueden utilizarse con fines democráticos y que podrían fomentar la participación ciudadana en general. En el libro propongo varias maneras en que los ciudadanos podrían usar esas instituciones para aumentar su capacidad de influenciar las decisiones políticas para que respondan a sus intereses, valores y objetivos políticos. Pero eso es muy diferente de instituir una lotocracia en la que se eliminaría la representación política, los partidos políticos y el derecho al voto de los ciudadanos con la esperanza de que unos cuantos ciudadanos elegidos al azar piensen y decidan por el resto de la ciudadanía. Evidentemente, en este modelo la mayoría de la ciudadanía estaría todavía más desempoderada de lo que lo está ahora. Precisamente porque innovaciones institucionales como las asambleas ciudadanas podrían ser muy útiles para paliar la crisis de la democracia importa muchísimo con qué objetivo se diseñan y qué funciones se espera que cumplan. Se pueden diseñar con el objetivo de empoderar a unos pocos para que piensen y decidan por los demás o con el objetivo contrario de empoderar a toda la ciudadanía por la vía de mejorar su capacidad de informarse, deliberar y ejercer influencia efectiva en la toma de decisiones políticas. En este segundo caso, las asambleas ciudadanas podrían efectivamente atraer a ciudadanos que hoy en día están alejados de la política. Pero esto se debería no tanto a la posibilidad abierta a unos pocos de participar directamente en dichas instituciones sino sobre todo al permitir a todos los ciudadanos acceder a un debate público más informado y razonado, así como más inclusivo de voces y perspectivas que tienden a estar marginalizadas.
Al leerle sobre el gobierno de los especialistas o de los tecnócratas, me surgen dos preguntas. La primera es hasta qué punto hay una tendencia, transversal pues afecta a izquierda y derecha, a considerar a la ciudadanía como una especie de masa ignorante. Y si no hace esa tendencia que ciertas formas de democracia más participativa o deliberativa sean vistas por los partidos tradicionales como sinónimos de caos o anarquía.
Efectivamente, la tendencia a considerar a la ciudadanía como una masa ignorante es una constante antidemocrática tan antigua como la democracia misma. Pese a los éxitos incuestionables de las democracias contemporáneas esa tendencia, lejos de desaparecer, parece ir en aumento. De hecho, hay toda una industria académica dedicada a producir un flujo constante de “evidencia” y argumentos sobre “la ignorancia del votante” con el fin de justificar y perpetuar la recomendación de que los ciudadanos se abstengan de participar en la toma de decisiones políticas y se dejen gobernar por los “expertos”, normalmente economistas neoliberales. Ese flujo ideológico constante, por supuesto, se extiende más allá del ámbito académico y proporciona munición a las élites políticas. Winston Churchill ya lo expresó en una de sus famosas citas: “el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante promedio.” La transversalidad tampoco es sorprendente si tenemos en cuenta que, para los miembros de la clase política, independientemente de cuál sea su afiliación, la concepción de la ciudadanía como masa ignorante redunda en un aumento de su cuota de poder en la exacta medida en que justifica disminuir el de la ciudadanía. El deseo de sólo tratar con ciudadanos dóciles que voten y callen es irresistible para cualquier partido político, especialmente cuando está en el gobierno. Por eso sería un poco ingenuo esperar que los partidos políticos fomenten la participación y la deliberación ciudadana menoscabando su propio poder. La democracia es un derecho por el que sólo pueden luchar los ciudadanos. A diferencia de los privilegios, los derechos no se otorgan, hay que ganarlos. Pero para eso los ciudadanos tienen que poder distinguir, de entre las muchas propuestas de reforma institucional actualmente en discusión, cuáles contribuirían a hacer nuestras democracias más genuinamente participativas y deliberativas y cuales, aunque lo parezca, en realidad no lo harían. En lugar de disminuir los déficits democráticos los aumentarían todavía más.
7. La segunda pregunta es la siguiente. Usted señala que aunque no tengan conocimientos políticos ni sean políticamente activos, los valores de los ciudadanos configuran decisivamente la cultura mayoritaria de su comunidad política. Sin embargo, ¿no se configuran esos valores, así como los deseos y expectativas, desde el poder? Dicho de otra manera, que seamos críticos con una utilización radical de la idea de alienación no quiere decir que no existan estructuras de control y de ideologización por parte de las élites y los gobiernos.
Totalmente. La cultura mayoritaria de cada comunidad política configura y está a su vez configurada por las voces que más se oyen y los que tienen más poder para influenciar los valores, intereses y expectativas de la mayoría. Es precisamente por eso que me parece un error político importante identificar la participación ciudadana con el activismo político de movimientos sociales y partidos políticos. Desde esa perspectiva, la democracia participativa no ha de ocuparse ni preocuparse de los ciudadanos que no son políticamente activos, es decir, los que se limitan a votar una vez cada tanto que son la mayoría de la ciudadanía. Lo que esta perspectiva olvida es que, como ya sabía Aristóteles, la mayoría siempre gobierna. Es decir, los miembros de la cultura mayoritaria ejercen muchísimo poder tanto si son activos políticamente como si se limitan a votar cada cuatro años. Las minorías desempoderadas lo saben muy bien y saben que para ganar sus batallas políticas tienen que contrarrestar el poder de control e ideologización que tiene lugar en la esfera pública. Pero muchos teóricos de la democracia parecen haber olvidado esto cuando proponen dar poder de decisión política a los poquísimos participantes en asambleas ciudadanas y confían en obtener los resultados a los que aspiran sin tener que convencer al resto de la ciudadanía ni ganar la batalla ideológica en la espera pública. Creer que eso es posible para mí es como creer en magia.
Buena parte del debate que usted propone está muy vivo en la academia, pero no tanto entre la población. ¿Cómo se podría cerrar el abismo, cada vez más grande, entre los autores y el público de libros académicos como el suyo y una mayoría ajena a estas publicaciones y estos debates? Pues parece clave para poder llevar a la gente hacia procesos deliberativos que se conviertan en receptores de obras como la suya. ¿Hay que bajar el nivel de exigencia académica? ¿Tenemos un problema educativo con la devaluación de las humanidades…?
Esas son preguntas difíciles. El problema fundamental es que no se puede comunicar con todas las audiencias usando los mismos medios. Mi libro está escrito desde la perspectiva de un ciudadano que se dirige a otros ciudadanos. Sin embargo, es un libro académico publicado en una editorial académica. Presupone conocimiento de los debates académicos en los que participa y, en esa medida, no es enteramente accesible a ciudadanos que no conocen dichos debates. Lo que se necesitaría para que los ciudadanos pudieran participar plenamente en las discusiones de libros académicos sería un flujo constante de publicaciones intermedias que tradujeran y conectaran los debates académicos con los debates en la esfera publica. Pero los libros académicos y los de divulgación pertenecen a géneros literarios diferentes y en general es difícil encontrar autores que dominen ambos y puedan comunicar simultáneamente con audiencias diferentes. Sin embargo, yo creo que, en el caso de temas candentes—y la democracia en este momento claramente es uno de ellos—la mediación entre la academia y la esfera pública funciona, aunque sea lentamente, y las discusiones y los argumentos permean de unos contextos a otros, aunque sea de un modo indirecto. De hecho, sería un error subestimar la tremenda influencia ideológica que los trabajos académicos de economistas, politólogos, juristas, etc. ejercen en las estructuras de poder y por esa vía en la cultura pública en general. El ejemplo que mencioné antes del apoyo ideológico que la literatura sobre la “ignorancia del votante” proporciona a los intentos de supresión del voto y a la agenda política neoliberal en general es paradigmático. Por eso, a mi modo de ver, criticar los aspectos ideológicos de trabajos académicos como esos no es un ejercicio meramente académico, sino que puede contrarrestar la indebida influencia que dichas posiciones ejercen entre las élites y de modo indirecto en la ciudadanía conforme van calando en la cultura pública. Pero para tener éxito, la crítica de la investigación académica sólo puede ser académica. Si se quiere combatir fuego con fuego no se puede bajar el nivel de exigencia académica. Para mostrar con argumentos por qué exactamente determinadas teorías y propuestas son erróneas o implausibles y, aún más, para articular y defender con éxito líneas de investigación alternativas, hay que utilizar la misma sofisticación conceptual, argumentativa y técnica con la que están articuladas las teorías y propuestas en cuestión. Pongamos el ejemplo de los debates sobre democracia en mi libro para ilustrar los efectos posibles del trabajo académico crítico. Una gran cantidad de trabajos teóricos y empíricos sobre democracia están escrito desde la perspectiva “científica” de un observador no implicado. Desde esa perspectiva se descalifica constantemente a los ciudadanos de ignorantes, irracionales, apáticos, infantiles o incluso tribales y, sobre esa base, se hacen recomendaciones para limitar el peligro de dar poder político a la ciudadanía. Cuando leo esos trabajos (muchos de ellos galardonados con los mejores premios académicos) siempre me pregunto quién son los autores. ¿No son ciudadanos también o es que son marcianos? Pero, si son ciudadanos, como los demás, ¿qué implicaciones tiene lo que dicen sobre la democracia para el ejercicio de su rol de ciudadanos? Es fácil observar instituciones desde fuera, señalar sus defectos y dejar las cosas ahí. Pero para los que participan en las instituciones, los que comparten responsabilidades y están comprometidos a que tengan éxito, la perspectiva del observador no implicado es notoriamente inútil. Mi libro es un intento de recordarle a los demócratas por qué es valioso defender y luchar por la democracia para que no se dejen llevar por la industria de la ignorancia del votante y otras ideologías antidemocráticas y den por perdida la democracia como un proyecto imposible o acepten propuestas de reforma que desempoderarían a los ciudadanos todavía más de lo que ya lo están. Precisamente porque las ideologías circulan más allá del ámbito académico e influencian la cultura pública creo que la labor académica de crítica es importante. El futuro de la democracia es demasiado importante para dejarlo en manos de los ingenieros sociales. Necesitamos teóricos e investigadores de la democracia que adopten la perspectiva interna de los ciudadanos que participan en las instituciones y, desde esa perspectiva, identifiquen y critiquen los supuestos normativos incuestionados que subyacen a buena parte de la investigación sobre democracia en disciplinas tan influyentes como la economía y las ciencias políticas pero que, una vez se sacan a la luz y se someten a escrutinio resultan indefendibles. Y, sobre todo, necesitamos que articulen alternativas genuinamente democráticas. Por seguir con el ejemplo de mi libro, si mis argumentos consiguen influenciar a investigadores y profesionales que están trabajando en el diseño e implementación de asambleas ciudadanas para que adopten la agenda democrática de empoderar a la ciudadanía, en vez de adoptar la agenda antidemocrática de empoderar a unos pocos dejando de lado a la ciudadanía, su impacto transcendería el ámbito académico y llegaría a las instituciones, partidos políticos y organizaciones sociales que apoyan la implementación de dichas innovaciones institucionales. Y, si aumenta la tendencia a organizar cada vez mas asambleas ciudadanas para discutir temas candentes como el cambio climático, la eutanasia o el aborto, es muy probable que el debate sobre el potencial democratizador de estas instituciones adquiera cada vez más fuerza en la discusión pública y que los argumentos a favor y en contra de dichas instituciones lleguen a la ciudadanía. Dada la división del trabajo intelectual y político en sociedades complejas como las nuestras, esos procesos de transmisión e influencia reciproca son lentos e indirectos, pero yo creo que no son en vano.
Esperemos que no sea demasiado utópico confiar en que la Unión Europea frene enérgicamente este ataque frontal a la democracia.
Cristina Lafont.
Usted incide mucho en que ningún país puede ser mejor que sus miembros. En España y en otros países vivimos un breve periodo de efervescencia en torno al 15M, pero las propuestas más radicales de aquel periodo (mecanismos de revocación, listas abiertas, presupuestos participativos,…) han quedado ya en el olvido incluso para los partidos que se reclaman herederos de aquel movimiento. ¿Qué hacer para mantener el impulso en la petición de reformas en nosotros y como sociedad?
Es difícil mantener impulsos de reforma que surgen de modo espontáneo y a menudo en respuesta a momentos de crisis álgida una vez que las circunstancias cambian. La clave del éxito está en que las propuestas se consigan institucionalizar antes de que la sociedad dirija su atención a otra parte. La crisis financiera del 2008 que dio lugar al 15M y que inspiró movimientos semejantes en otros países es muy diferente a la crisis que ha producido la pandemia que inevitablemente ha tenido más bien un efecto de shock paralizador. Pero ya antes de la pandemia, movimientos sociales contra el cambio climático como “Fridays for Future” o “Extinction Rebellion” están abogando fuertemente por propuestas como la organización de foros participativos y asambleas ciudadanas recogiendo muchas de las ideas que se fraguaron en movimientos anteriores como el del 15M. Las reformas institucionales son complejas y no suelen suceder de la noche a la mañana, pero yo creo que, si el descontento ciudadano con la situación política de estas últimas décadas tiene algún efecto positivo, probablemente será la creación de nuevas avenidas de participación ciudadana. Pero, por supuesto, para ello será decisivo que la movilización ciudadana continúe.
En una democracia cada vez más basada en la tertulia política –estructurada casi siempre como un combate entre dos bandos y sin nadie en medio−, ¿hay espacio para reclamar una esfera pública “como un foro de principios”? ¿No es esto también utópico en el escenario actual?
Si, creo que en la situación actual reclamar el tipo de esfera pública que la democracia requiere se ha vuelto alarmantemente utópico, pero, por ello mismo, absolutamente urgente también. A menos que se regulen las redes sociales para cambiar su modelo de negocio que lleva a la creación de filtros burbuja, la dispersión acelerada de noticias falsas y teorías de la conspiración, así como la polarización política, la democracia se volverá imposible. No se puede tener un debate público sobre cuestiones políticas controvertidas si los ciudadanos no pueden distinguir entre información fidedigna y noticias falsas, si no pueden distinguir de entre todos los desvaríos, teorías conspirativas y campañas de desinformación a las que están expuestos en las redes sociales, cuáles reflejan opiniones de sus conciudadanos que deben enfrentar e intentar cambiar si no las comparten y cuáles son puras manipulaciones de grupos de interés particulares o de piratas informáticos dedicados al ataque cibernético que no representan la opinión considerada de nadie. Mi impresión es que la situación actual con las redes sociales se ha vuelto lo bastante dramática como para que no sea utópico pensar que se van a regular tarde o temprano. Pero, si dejamos ese gran problema de lado por el momento, creo que en las democracias constitucionales la esfera pública todavía tiende a estructurarse como un “foro de principios” al menos en los debates sobre derechos y libertades fundamentales. Eso no quiere decir que haya acuerdo entre los ciudadanos, por supuesto. Sólo quiere decir que la ciudadanía distingue intuitivamente entre el tipo de razones relevantes para defender o cuestionar políticas que afectan derechos y libertades fundamentales (como el aborto, la eutanasia o el matrimonio homosexual) y las razones relevantes para defender o criticar políticas que resultan de compromisos (como las negociaciones salariales) o que reflejan las preferencias de la mayoría en distintas comunidades o contextos. Como argumento en el libro, la existencia de la vía judicial (tanto nacional como transnacional) para revisar legislación que putativamente viola derechos o libertades fundamentales contribuye a estructurar el debate público sobre esas materias como una cuestión de “principios” a diferencia de los debates sobre legislación ordinaria que puede decidirse legítimamente simplemente en función de las preferencias de la mayoría. En este contexto, el peligro más grave al que nos enfrentamos ahora mismo es el ataque a la independencia judicial por parte de gobiernos iliberales como los de Polonia y Hungría. Esperemos que no sea demasiado utópico confiar en que la Unión Europea frene enérgicamente este ataque frontal a la democracia.
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