El Estado contra la democracia: un alegato a favor de la autorganización ciudadana

Hasta su muerte hace un par de años, David Graeber fue una de las voces más importantes de la teoría anarquista en todo el mundo. Sus ensayos –y este no es una excepción− consiguen una siempre difícil mezcla entre la exigencia y el rigor académico y la necesidad divulgativa, puesto que su propósito es alcanzar al mayor número de gente.

En El Estado contra la democracia, Graeber parte de la experiencia de algunos pueblos en diferentes épocas de la Historia –siendo la más reciente la del EZLN en Chiapas− para establecer la tesis que defenderá a lo largo de la obra, a saber: que lejos de ser un fruto originario de Occidente y de su organización en estados, la democracia ha estado presente siempre allí donde una situación fronteriza, de mestizaje y de ausencia de estructuras coercitivas ha obligado a las personas a organizarse autónomamente, buscando habitualmente fórmulas no de mayorías sino de consensos.

La razón (pp. 50-51) es que en “aquellas comunidad que practican la comunicación cara a cara, resulta más sencillo averiguar qué desean sus miembros que encontrar la forma de que cambien de opinión aquellos que no desean plegarse a las decisiones de la mayoría. La toma de decisiones por consenso, así, es característica de las sociedades que no disponen de mecanismos para obligar a las minorías a aceptar las decisiones de la mayoría; bien porque no existe un Estado que monopolice la fuerza coercitiva, o bien porque dicho Estado no tiene interés en los procesos locales de toma de decisiones o prefiere no intervenir en ellos”.

Portada de El estado contra la democracia

Para Graeber, mientras casi todos los que han escrito sobre la Historia de la democracia lo han hecho siguiendo una ruta común –que va de Atenas al actual mundo “occidental”, concepto poco claro este último para el autor−, lo cierto es que (18) los que políticos de los siglos XVIII y XIX trataban de reproducir en Europa Occidental y en América del Norte, junto a las colonias anglófonas o francófonas, no era una democracia al estilo ateniense, sino más bien una república al estilo romano, dominada por una clase aristocrática y con un poder limitado para la plebe, a la que se temía. De hecho, en este periodo señala Graeber incluso para escritores e intelectuales avanzados democracia era sinónimo de caos y de bajas pulsiones. No sería hasta más tarde cuando la necesidad de ganarse el voto de esa plebe obligó a los diferentes partidos a comenzar a calificarse de democráticos.

En este sentido, la diferenciación de los dos principales partidos en Estados Unidos (Republicano el conservador, demócrata el más progresista) para obedecer y reflejar aún aquella lógica, la de la apuesta por un Estado más conservador y aristocrático o por uno más abierto al gobierno de las clases bajas.

En cualquier caso, la revalorización del término democracia y de Atenas como origen no supuso la puesta en marcha de una democracia a la manera ateniense, es decir, participativa. De hecho, señala el autor, siempre ha habido una tensión entre la necesidad de mirar a Atenas para justificar el nacimiento de la democracia como un fruto netamente occidental y el problema que para las élites supone, como ejemplo, la participativa democracia ateniense. En esa línea, durante los dos últimos siglos se siguieron manteniendo en lo posible las estructuras republicanas y a nivel colonial, Europa, lejos de portar valores democráticos apuntaló regímenes conservadores y corruptos en sus colonias.

De hecho, sostiene Graeber, habrían sido las luchas por la descolonización las auténticas portadoras de valores democráticos a finales del XIX y sobre todo a comienzos del siglo XX. Unas luchas que bebían tanto de esa tradición libresca occidental que situaba en Atenas el origen de la democracia, como de sus propias fuentes y tradiciones, mitificadas tanto como lo pueda estar la propia historia de la democracia ateniense.

Graeber busca con esta obra, pues, oponerse a pensadores como Slavoj Zizek que han sostenido la necesidad de que la izquierda atenuara sus críticas al eurocentrismo para comprometerse con la democracia como el legado más original y valioso de Europa, desde Grecia hasta nuestros días (pp. 117-118). También busca revalorizar el concepto de democracia como fenómeno no solo desligado de la idea de Estado, sino, de hecho, amenazado por esa idea y más puro en aquellas sociedades en las que el aparato coercitivo del Estado no está presente.

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