William Gaddis: el demonio del desorden

La inclinación del norteamericano William Gaddis (1922 – 1998) hacia lo ingenioso o lo meramente solipsista podría considerarse rebelión contra la ausencia de sentimentalismo de la no ficción convencional: “Mire así es como funciona se coge a todos los generales y almirantes esos que les pagamos unas pensiones enormes que se retiran y ascienden de grado que están acostumbrados que les corten el pelo gratis (…) para ayudarles a inventar proyectos nuevos de cómo gastar 300 millones de dólares” (“Jota Erre puesto al día”). Su rebeldía hunde sus raíces en Rabelais y Cervantes. Se distancia de lo burgués en ensayos del espíritu. Su negativa a jugar con las simpatías que asumimos podría considerarse un mal benigno: “Más allá de las imágenes de los artistas que aparecen en la prensa amarilla (…) acecha el arraigado miedo del artista por ser precisamente lo que es: el agente del cambio” (“Sobre la escritura creativa”).

Tanto si lo consideramos el último modernista como uno de los primeros posmodernos, no se puede negar la naturaleza fundamentalmente complicada de la no ficción del novelista y crítico que nos ocupa. Los personajes de sus novelas Jota Erre (1975) o Su pasatiempo favorito (1994) tienden a lo extraño; los ajustes se crean a partir de una descarga de detalles en apariencia insignificantes que evitan la clara contabilidad de la acción. A pesar una primera lectura desconcertante, es el brío rítmico del fraseo lo que nos invita a seguir leyendo La carrera por el segundo lugar (2002; Sexto Piso, 2017. Introducción y notas de Joseph Tabbi), recopilación de ensayos y textos de ocasión donde la prosa de Gaddis, en traducción de Mariano Peyrou, se deshace en lúdicas, impares y largas letanías donde, democrática, la nivelación de elementos dispares conduce a un solo plano o estrato, que lacónicamente denuncia su vinculación con el tema ausente: “Ha pasado justo la mitad del siglo que pedía Lord Keynes, y todo, en cierto modo, es una historia de éxito estadounidense” (“La carrera…”).

En La carrera, Gaddis se alinea con el posmodernismo estadounidense en su fase imperial: con escritores como Donald Barthelme, John Barth y Robert Coover. De hecho, el volumen contiene no pocos pasajes de admiración metaficticia. Sin embargo, parte de su experimento auto-consciente se mantiene a nivel de estilo y, sobre todo, sonido; en lugar de promulgar juegos con las ideas, su prosa preside el ejemplo de la también norteamericana Gertrude Stein. No en vano, la autora de Alice B. Toklas (1933) también se dejó encantar por los ritmos y la fonética del habla cotidiana.

Exploración salvaje del fracaso moral, sus ensayos son los de un esteta brutalmente insular que articula una distancia crítica con el resto de la humanidad a través de una estética museística. Su estilo inmoderadamente eufónico es una afrenta deliberada al lector común. Sus reflexiones son largos poemas en prosa anotados para el oído. Reflexionan sobre cómo nos dejamos manipular por el sonido de las palabras. Ni su actitud vagabunda a la estructura de un ensayo clásico ni su afán por detallar los límites y ambiciones del lenguaje ordinario sorprenderá a los lectores de las novelas del norteamericano: “cuanto más humanamente (…) tratemos de captar la realidad (…) más vigoroso es el esfuerzo del Estado para huir de la realidad por medio de ficciones” (“¿Cómo imagina el Estado?”). Esta selección de escritos lúdicos, siempre rebeldes, surge de una ventriloquía de corte faulkneriano y cariz especulativo, donde se persigue al “demonio (…) del desorden” (“Homenaje a Dostoievski”).

Una buena parte de las exégesis se dedican al fracaso de otros escritores para contar sin bathos los momentos en los que nos perdemos en la lujuria y la languidez de la literatura. La carrera es, al igual que muchos libros de Flaubert o Woolf, un manual sobre la melancolía. Sus interminables listas de indecisiones pueden leerse como una especie de rosario especulativo, una adicción largamente separada del trauma instigador, cuyo ancestro improbable pero directo sería La anatomía de la melancolía (1621) de Robert Burton. Al igual que el autor inglés, Gaddis no puede dejar de guiarse por la gula que le provoca el lenguaje, incluso si resulta insatisfactorio.

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