El título del volumen de ensayos de Edgardo Cozarinsky (1939), Disparos en la oscuridad (Ediciones Universidad Diego Portales, 2015), alude a un proyecto espiritual abocado a un objeto (un libro). Se trata, sin duda, de un título acertado, que sugiere, al mismo tiempo, la gran paradoja que es la literatura: una verdad luminosa y tangible resultado de un proceso largo e indefinible. Parece evocar, por último, la dualidad del propio autor argentino: la figura pública, que escribe crónicas deslumbrantes, frente al ciudadano anónimo y fragmentado que las urde.
Sus observaciones, aparecidas en diversos medios, como Perfil, Ñ, La Nación en Argentina o Letras Libres en México, son a menudo breves y elípticas; consisten en evocaciones (“Alberto murió en 1997 y me legó sus libros y el mandato de escribir. Es posible que Daniel haya muerto también. Yo no. Escribo e intento hilar una trama (acaso impalpable, sin duda tangencial) a partir de esas vidas, de esas muertes”), citas de lecturas (Joyce, Borges, Bioy, Severo Sarduy, entre otros), pero, sobre todo, reflexiones (“todos intentamos imponer alguna especie de forma a esa acumulación de desastres y pérdidas que otros llaman experiencia”). La mayor parte del volumen, sin embargo, está dedicado a la conciencia del propio Cozarinsky. A diferencia de sus novelas (El rufián moldavo (2004), Maniobras nocturnas (2007)), que nos previenen contra la búsqueda de una profundidad oculta, sus crónicas validan la conjetura freudiana: el mundo físico se enfrenta al mundo ideal; el deseo de complacer lucha contra el apetito insaciable de cultura.
Las opiniones de Cozarinsky son a menudo controvertidas (“No hay mérito en ser antinazi cuando se es judío: en ello se juega la vida [refiriéndose al filósofo alemán Ernst Jünger]. ¿Hasta dónde no hemos vivido todos la fiesta, las vacaciones, la aventura sentimental en medio de un régimen cruento que, sin embargo, no ponía en peligro nuestra supervivencia personal?”). Leerlas es, por ello, un raro placer. Los descubrimientos se realizan a tiempo real. El autor se aplica a ellos con entusiasmo. Su autorrevisión personal pasa necesariamente por el análisis de la situación geopolítica (“Una luminosa mañana de enero, frente al Parlamento, me encuentro con una plaza cubierta de carpas blancas, vacías: un campamento virtual de refugiados palestinos, advertencia muda de la vigilia de Hezbollah”). El retrato obtenido de estas crónicas parece ser el de un autor fracturado que busca recomponerse. El escritor y el hombre, inevitablemente, ocupan el mismo territorio: cuando Cozarinsky escribe acerca de la cultura, se trata, en cierto sentido, de una exploración de sí mismo.
Las complicaciones de la vida real inciden en sus tesis. Al final del volumen, prevalece el ser humano, diseminado en multitud de libros y películas (“Acaso la historia del cine, bajo los escombros de tantas rupturas seductoras, sea una historia de regresos a las fuentes, de relecturas, de transmisiones”) y comentarios sobre ellas. Encontramos aquí al ciudadano Cozarinsky y sus consuelos personales. Cuando el autor parece ver la luz, encontrar un camino, llega a una especie de destrucción que es, sin embargo, creativa. El resultado es este libro, en esencia aforístico, de carácter pluralista.
“Escribir aforismos es asumir una máscara, una máscara de desprecio, de superioridad”, escribe la autora norteamericana Susan Sontag (1933 – 2004) en su diario, y apostilla: “el carácter amoral del aforista es luz que se autodestruye” [mi traducción]. Disparos, al igual que muchas de las propuestas literarias de Cozarinsky, nunca termina de escribirse del todo. Como estas crónicas revelan, con lucidez inaudita, el autor ha aprovechado sólo una fracción de su mente para producir una escritura demediada; el resto es conciencia.
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