Analizamos el ensayo “El mundo bajo los párpados”, de Jacobo Siruela
Tradicionalmente, el relato onírico ha sido corregido, ampliado, distorsionado y falsificado a fin de adecuar su estilo al gusto artístico y las costumbres de la época. En el ensayo “El mundo bajo los párpados” (Atalanta, Imaginatio vera, 2011), el sueño no aparece en su dimensión moral. Es decir, no supone una acusación contra la sociedad, la naturaleza humana o su destino. Por el contrario, es visto como un principio formal estético, una de las formas de la ficción. Jacobo Fitz James Stuart, Martinez de Irujo, conde de Siruela (Madrid, 1954), ha tomado prestadas las convenciones estilísticas de la escritura crítica académica para escribir una serie de ensayos de raíz fundamentalmente literaria.
Sostiene Siruela que René Descartes fue el primero en emprender “un nuevo camino filosófico (…) en busca de la plena autonomía del yo racional” (p. 56). Los sueños dotaron al lenguaje del autor francés de profundidad, sugestión y ambigüedad. En una palabra, estilo. “Descartes es consciente de ellos al pensar que sus sueños han sido enviados por Dios para ayudarle en su búsqueda filosófica de la verdad, lo cual indica que tuvieron para él una importancia trascendental” (p. 56).
El artista, pues, debe llevar la máscara del soñador a fin de crear estilo. Y sin embargo, nada más lejos que considerar el ensayo de Jacobo Siruela una defensa del esteticismo. Si bien su compromiso con el estilo es inquebrantable, sus inquietudes oníricas tienen poco que ver con la visión robustamente prosaica de un Sartre, la seriedad moralista de un Camus, o la profundidad de peso del pensamiento existencial alemán. Más bien, son la expresión de una conciencia poética llevada hasta límites insospechados.
Las historias que componen el grueso de El mundo… no son fábulas morales o parábolas como en el caso de la obra de de Carl Gustav Jung, a la que a menudo y de forma errónea se suele comparar, ni aún meros intentos de análisis psicológico. La analogía literaria menos inadecuada sería la del ensayo filosófico del siglo XVIII. El ensayo de Siruela es la representación, no de una experiencia real, sino de una propuesta intelectual. Las conclusiones del editor madrileño han de leerse con expectativas más cercanas a un cuento de Voltaire que a una novela del XIX.
Difiere, sin embargo, de sus antecedentes dieciochescos en que el argumento de los sueños es la creación de un estilo propio; en esto, Siruela es post-romántico e incluso post-simbolista. Por todo ello, El mundo… es un libro complejo, difícil. La abundancia de literatura crítica que ha generado trata, en vano, de establecer coordenadas y puntos de conexión. Las deudas literarias de este texto de erudición desmesurada no hacen sino aumentar su riqueza. Sus soñadores son arquetipos y sus mundos, prototipos de una especie estilizada de la poesía o la ficción. Sus sueños tratan, sobre todo, del estilo en que están escritos.
A pesar de la variedad de tonos y ajustes, las diferentes historias tienen un punto de partida, una estructura, un clímax y un desenlace similar; la coherencia que une los cuatro momentos de los que consta el libro (la Historia, lo sagrado, el tiempo y la muerte) constituyen su estilo distintivo. “Cuando nos detenemos a contemplar el rostro de cualquier persona que duerme, siempre nos roza una vaga ansiedad al advertir el enorme parecido que existe con el rostro de alguien que yace muerto” (p. 267). El sueño es plagio, suplantación. Alguien se hace pasar por lo que no es y sustituye la apariencia engañosa del ser real. El impostor oculta su rostro tras una máscara. En esto, se parece al artista.
La creación de belleza comienza, pues, como un acto de duplicidad: el soñador (y por extensión, el escritor) engendra otro yo que es su inversión, como un espejo. En este anti-autor, las virtudes y los vicios del original son curiosamente distorsionados, invertidos. Siruela describe el proceso de forma conmovedora: “Los durmientes y los muertos se asemejan demasiado, tienen el mismo aspecto, la misma expresión serena, grave, parecen estar ausentes, haber partido” (p. 267).
La duplicidad del artista, la grandeza y la miseria de su vocación, es un tema estrechamente vinculado al de la muerte: “la expresión personal del rostro no desaparece: es absorbida hacia dentro en un total ensimismamiento, como si la persona se hubiera ido al interior de sí misma y sólo quedara de ella una máscara petrificada” (p. 267). Esta máscara poética comparte sus preferencias, pero en vano, de manera que convierte al soñador en actor. Este acto, por el cual el ser humano se pierde en la imagen que ha creado, es inseparable del hecho artístico.
La invención poética comienza en la duplicidad, pero no se detiene ahí. “La foto de André Gide con los ojos cerrados bajo la máscara mortuoria de Leopardi es un perfecto ejemplo visual de esta imagen metafórica. Incluso ambas caras se parecen” (p. 268). La duplicidad del escritor se deriva del hecho de que presenta la forma inventada como si poseyera los atributos de la realidad, permitiendo así que sea mimética. Se reproduce, a su vez, en otra imagen espejo que toma la pseudo-realidad anterior como punto de partida.
En consecuencia, la duplicación se convierte en una proliferación de sucesivas imágenes especulares: “Otro caso particular lo tenemos en la foto que Man Ray tomó de Proust en su lecho de muerte. A pesar del oscuro moratón aterciopelado que rodea su ojo izquierdo, el escritor presenta una cara con expresión juvenil, relajada, nada patética, como de alguien que fantasea sonriendo con los ojos cerrados, o tiene sueños plácidos” (p. 268).
Esta proliferación de espejos constituye una de las señas de identidad de El mundo…. Al llevar este proceso hasta sus límites, Siruela consigue una imagen ordenada de la realidad que contiene la totalidad, transformada y enriquecida por el proceso imaginativo que la engendra. La naturaleza engañosa de la realidad, por último, es esencial para la comprensión de este ensayo. Las imágenes especulares son duplicaciones de la realidad, pero logran cambiar su naturaleza temporal: “La visión moderna de la muerte es literalista; la máscara ocupa ahora el rostro verdadero” (p. 284).
En la experiencia real, el tiempo se nos presenta de forma continua, infinita; esta continuidad puede parecer tranquilizadora, ya que nos da una sensación de identidad, pero también es aterradora, ya que nos arrastra irremediablemente hacia lo desconocido: “El cuerpo del muerto ya no significa como en el pasado apariencia, envoltura, el proceso de su corrupción entraña toda la verdad de lo que somos: un cuerpo mortal” (p. 284). La idea de la muerte se repite en toda la obra y constituye, de hecho, la imagen central, alrededor de la cual gira cada uno de sus elementos: “Gemelo de la muerte, el sueño sería entonces esa huidiza morada plutónica en la que entramos cada noche, inocentes como niños, al cerrar tranquilamente los párpados” (p. 307).
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