Los tres violines de Ruven Preuk, de Svenja Leiber

Analizamos “los tres violines de Ruven Preuk”, de Svenja Leiber, editada por Malpaso

Decía Sklovski en un enrevesado párrafo, que lo acontecido no importa para el arte. Propugnaba el formalista ruso, como los demás miembros de su escuela, que los procedimientos literarios debían tener como finalidad la renovación de la percepción que presenta como nuevas las realidades y los objetos ya conocidos.

los-tres-violines-de-ruven-preukApuntamos esto porque “Los tres violines de Ruven Preuk” (Malpaso, 2014) sería un magnífico ejemplo de esa proclama, es decir, se trata de un libro que hará las delicias de quienes buscan en el arte una renovación formal, un modo o unos procedimientos nuevos de asomarse a los asuntos ya tratados. Y pese a ello, es también —es además— un libro que tiene razones para cautivar a los lectores que busquen una “novela histórica” más “tradicional”.

El modo o procedimiento elegido en esta novela es un presente de indicativo que, al inicio, ayuda al lector a introducirse en la historia, al acercarla al presente, pero que con el paso del libro —y a medida que la tensión se acentúa— llega a ser desasosegante. Sin que esto sea, necesariamente negativo, sino, simplemente, una cualidad más del texto. Pues resulta acertado desasosegar cuando lo que se está narrando no es otra cosa que el horror nazi.

Por otro lado, y pese a esa aparente renovación formal, hay, como decíamos, aspectos de la forma de narrar de Svenja Leiber que la emparentan con la tradición o, dicho de otra forma, dejan ver que ha asimilado ésta y conoce sus raíces. En primer lugar, el texto (incluso en la traducción) es enormemente oral, algo a lo que contribuye tanto la forma en que introduce los diálogos como la constante utilización de frases hechas y refranes, que buscan aproximar la narración al habla popular de la época. En segundo lugar, la narración es un encuentro constante con la concisión; los tramos poéticos son escuetos y directos, con metáforas e imágenes sorprendentes, pero que no son más que un breve relampagueo en una prosa que, por lo general, no se detiene mucho en las descripciones —que resuelve con rápidas, pero precisas pinceladas—y que nos va haciendo partícipe de los paisajes y los caracteres con el avanzar de la acción; esta concisión acerca mucho la novela a las narraciones populares que conocemos por haber sido recuperados por la tradición romántica y también a obras como “Rosshalde”, de Hesse: novela con la que guarda algunas similitudes, como por ejemplo, el hecho de que el protagonista sea un hombre obsesionado por el arte y capaz de abandonarlo todo —incluido el amor del que tan falto está— por desarrollar el don que lo esclaviza.

Hay que señalar también que la distribución de la trama en épocas —dando por hecho que los lectores conocen los grandes asuntos de cada época y, por ello, no deteniéndose en los mismos—busca, creemos, hacer más vivo el desarrollo de la acción. Aunque, a veces, en su búsqueda de la concisión y de eludir cualquier asunto accesorio la obre de abruptos saltos, obligando al lector a rellenar con su imaginación los huecos que han quedado entre medias; un procedimiento, éste sí, que de nuevo acerca el texto a las posiciones contemporáneas que buscan la participación del lector en la construcción de la novela.

Hasta aquí el análisis formal. Vayamos ahora con la trama. Estamos a comienzos del siglo XX, en un pequeño pueblo alemán cercano a Hamburgo. La civilización es, en cierta medida, todavía pretecnológica. El padre del protagonista, por ejemplo, se gana la vida arreglando y fabricando carros de madera. El pueblo funciona, aún, como una familia: para lo bueno y para lo malo. Todos se ayudan, pero a la vez, todos rumorean sobre los otros y conocen y murmuran hasta sobre lo que a cada uno le gustaría no haber dado nunca a conocer.

En el pueblo encontramos a Ruven, un joven capaz de ver la música —sinestésico— y decidido a convertirse en músico. Algo que cree tener más cerca cuando un viejo músico ambulante le regala su violín. Con Ruven vive su madre, una mujer que dice poseer un bastón mágico que l habla y le adelanta los acontecimientos futuros; también su hermano, que regresará traumatizado de la Primera Guerra Mundial y Gosche, la criada, quien comenzará a sentir por Ruven un amor que éste jamás sabrá devolver.

En el pueblo también viven personas como Fritz, que con su ira y su incapacidad para aceptar los cambios que traen los años representa el cimiento sobre el que Hitler edificará y apuntalará sus atrocidades. O Emma, una lesbiana comunista que trata de unir la lucha de clases con la reivindicación de igualdad para las mujeres y que representa a quienes tratan de convertir el amor a la humanidad en arma y eje de su papel político.

En este pequeño pueblo, lo histórico, lo social, aparece como un telón: a veces más presente, otras sólo como un rumor de fondo. Influye en las vidas, pero no las monopoliza —tal y como ocurre en el día a día de cualquier trabajador—, pues deja espacio para la lucha por la supervivencia, para la rutina, para la búsqueda del amor, para las ambiciones y para los rencores.

De ese pueblo sale Ruven para tratar de triunfar como violinista, aunque nunca consigue separarse mucho de su infancia y de los rencores y traiciones que deja en el pueblo. Siempre en presente, Svenja Leiber sigue sus tribulaciones, sus fracasos, su viaje al frente para luchar en la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, su regreso a casa.

Durante esas páginas, Ruven —cargado con los tres violines, que son otros tantos regalos— se presenta como un alma sublime amenazada por su propia grandeza. Citando un ensayo de Anne Carsson perfectamente aplicable a este personaje: “es un ser humano perdido en su propio arte, arrojado fuera de sí mismo, descuidado, imprudente, equivocado”. Toda la obsesión de Ruven es ser, cada vez, un poco mejor violinista y, sin embargo, la ausencia de cierta suerte, pero también de ciertas aptitudes sociales impiden, una y otra vez, su éxito como violinista y como esposo. Como ya dijimos arriba: su don lo esclaviza.

Cuando Ruven regresa de la guerra es un ser destrozado, vacío ya de ambiciones. Es en ese momento cuando la novela gira la cabeza y se centra en la hija del músico, Marie, que es en ese momento quien —con esfuerzo y sacrificio— hace y padece los avatares de la historia. Mientras, Ruven trata de “institucionalizar su memoria” (citamos a Jan Assman) y, para ello, ordena sus recuerdos y se sumerge en ellos, no sin dolor. Pero su intención de “ordenar el pasado” choca con el enorme silencio que se ha hecho en la sociedad en torno al trauma que supuso la guerra y el holocausto. El progreso ha llegado de la mano de los estadounidenses, todos se han subido a él —en las casas hay coches, lavadoras, tractores,… y el bastón de la madre de Ruven ha dejado de hablar— y el demonio parece haber quedado encerrado para siempre. Entonces —parecen preguntarse todos— ¿para qué nombrarlo?

Estamos pues, ante una novela sobre el arte —Ruven—; sobre la familia y el amor —Marie, Gosche—; sobre la sociedad alemana que creó, toleró y olvidó el nazismo —Fritz, Hilde— y, en general, sobre la vida de las gentes sencillas que tratan de sobrevivir en medio del horror.

Editada con el gusto siempre exquisito de Malpaso y traducida excelentemente (y el adjetivo no es gratuito) por uno de los mejores profesionales en ese arte: Richard Gross, estamos también ante una novela que, con su tono de fábula, consigue deslumbrar y atrapar primero e impresionar después.

Estamos ante una novela, desde luego, que merece no perderse en el maremágnum de las novedades y ante una autora a la que conviene seguir de cerca porque cuenta con capacidades —imaginación, pasión y una demostrada capacidad para aunar tradición y nuevas fórmulas narrativas— como para convertirse en una escritora de prestigio internacional.

Estamos ante una novela —“ los tres violines de Ruven Preuk”— que conviene leer con atención.

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