Nos acercamos a este libro que nos habla de lo monos que somos los humanos
Varias veces he hablado con el recientemente fallecido poeta Félix Grande acerca de esos impulsos primarios —procedentes de nuestra evolución— que convierten a la humana en una especie territorial y xenófoba. Me hubiera gustado que Félix viviera para haber podido compartir con él este libro en el que Pablo Herreros nos deja ver, además, la otra cara de la moneda, la que dice que de nuestro pasado primate conservamos también una acusada tendencia a la solidaridad y un innato sentido de la justicia, lo que Pablo llama «protomoral».
«Yo, mono» es, en ese sentido, un libro que reconcilia a uno con su especie. Porque sí, tenemos, como bien explica Pablo, una fuerte necesidad de acaparar y de controlar territorio, así como un instinto primario que nos impulsa a tratar de conseguir el poder o cuotas de poder, pero también un impulso prelógico que nos lleva a buscar la asociación con los otros para que el poder de los líderes del grupo no se vuelva tiránico y un sentido de la justicia sorprendentemente parecido a la dignidad. Y pongo un ejemplo.
No recuerdo que historiador español narraba la historia de un cacique que, en los años posteriores a la restauración, reunió en la plaza a los jornaleros del pueblo —aquellos a quienes solía contratar después de comprobar, levantándoles los labios (como a un caballo), que contaban con buena salud—y dándoles una moneda les señaló a quién debían votar en las próximas elecciones. Contaba el historiador también que uno de aquellos jornaleros, arrojándole la moneda a la cara al cacique, pronunció una sentencia digna de figurar en los anales: «en mi hambre mando yo». Pues bien, Pablo Herreros, en su libro, relata el experimento llevado a cabo con parejas de capuchinos a los que, durante un tiempo, se les había acostumbrado a recibir una rodaja de pepino cada vez que entregaban a su cuidador una ficha, que hacía las veces de moneda. Para comprobar si existí a en ellos algo así como un primario sentido de la justicia, los científicos decidieron un día dar a uno de los monos de la pareja, a cambio de la misma ficha, una uva (que les gusta más), mientras que a otro le mantuvieron la tradicional rodaja de pepino. ¿Cuál creen que fue la respuesta de ese mono ultrajado? Efectivamente, arrojar contra el científico, con desprecio, la rodaja de pepino: el capuchino se sentía ultrajado y decidió que prefería pasar hambre antes que verse humillado. No me digan que no es una anécdota maravillosa.
Pues de muchas anécdotas similares, que nos ponen en contacto con ese 98% de ADN que compartimos con el resto de grandes simios, está lleno el libro de Pablo Herreros. Una obra fundamentalmente didáctica, compiladora, escrita en un lenguaje asequible y que consigue que seamos más piadosos con nosotros mismos y con nuestros semejantes. Porque como dice al final de su libro el propio Pablo, citando a Frans de Waal, se puede sacar al mono de la selva, pero no a la selva del mono.
De lo que de selva queda dentro de nosotros, que es mucho, habla el libro de Pablo Herreros. Así, por ejemplo, señala: «el sexo también influye en el tipo objetivo de estas alianzas. La de los machos casi siempre tienen como objetivo monopolizar el poder, porque ello asegura el acceso a las hembras y los alimentos». ¿No me digan que no es fácil imaginarse al señor Berlusconia o al señor Álvaro Pérez (el bigotes) como simios que buscan el poder sólo para poder darse una vida de lujo y rodearse de hembras?
Respecto al amor, el propio Pablo apunta: «en general, salvo contadas excepciones, los estudios prueban que tratamos de casarnos con personas de nuestro mismo estatus o superior porque ello incrementa nuestras posibilidades de supervivencia y éxito. Poco hemos cambiado en este sentido desde que bajamos del árbol”.
Y sobre la guerra y citando a Jane Goodall: «si los chimpancés tuvieran armas de fuego y supieran cómo utilizarlas, les darían el mismo uso mortal que los seres humanos».
Aunque de los animales analizados en este libro los más maravillosos, al menos para mí, han resultado ser los bonobos: «Los bonobos son una especie inquietante para algunas líneas de pensamiento e instituciones reaccionarias. Practican el sexo con fines no reproductivos y utilizan la postura del misionero, lo que los convierte en la única especie, aparte de la humana, que se mira a la cara cuando mantiene relaciones sexuales. Además […] se practican entre miembros del mismo sexo y diferentes edades […] no practican el asesinato, el infanticidio ni la guerra entre comunidades. […] Viven en sociedades con igualdad entre los sexos». ¿No me digan que no dan ganas de irse a vivir con ellos?
Pero ya está bien. Lo mejor es que aquellos a quienes les interese saber cómo explica la ciencia por qué somos como somos —y la cercanía que hay entre etología y psicología—se acerquen al libro de Pablo Herreros y se deleiten con él. Mientras, les dejo con una última cita, una esperanzadora para todos aquellos que aún confían en que es posible hacer de la tierra algo más que un valle de lágrimas: «nuestra especie y otras genéticamente cercanas albergan en su interior un poderoso instinto contra el poder que tarde o temprano impulsa a acabar con él […]. Todo apunta a que el sentido de la justicia posee un componente biológico: nacemos con cierta información sobre lo que está bien o mal, algo que podemos calificar con el nombre de “protomoral” y que probablemente comenzó a desarrollarse hace millones de años».
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