“Pues nadie había escrito aún sobre esta tierra”, dice uno de los versos del capítulo 8 de “Otra vida”, la obra con la que el premio Nobel Derek Walcott intentó dibujar con palabras sus años de formación y crecimiento en la isla caribeña de Santa Lucía.
Niño dividido, como explica el prólogo y la primera parte del poemario, Walcott recibió un educación católica en una región donde el animismo se mezclaba con el protestantismo, y una cultura europea en un lugar que quedaba muy lejos de los mitos griegos o romanos que le explicaban en el colegio. Eso le llevó a reinventar la isla, aplicando en varios de sus poemarios aquellos esquemas europeos a la realidad del caribe, donde eran otros los Ulises y otros los Héctor.
En esa línea se mueve también “Otra vida”, libro que como señala Luis Ingelmo en su inteligente prólogo de introducción, tiene como objetivo fundamental “transformar la experiencia (personal, artística, insular) y la memoria ( de sí mismo y de los otros) en arte”.
Demasiado tiempo en remojo en el cuenco de la mente
han bebido la leche lunar
que les radiografía el cuerpo,
la piel famélica
transparente su árbol de hueso.
Los años de formación, como en una suerte de “retrato del artista adolescente” pasado por el tamiz de la insularidad y la singularidad caribeña, se convierten así en el motivo de este libro donde lo narrativo y lo lírico se aúnan, en una estructura dividida en libros y capítulos que remite tanto a la prosa como a los cantos clásicos de Grecia y, sobre todo, Roma.
En las habitaciones del piso de arriba
olor al jabón azul que arrugaba las manos de la niñera negra,
manos que nos tomaban las caras como si fueran jarrones;
entre quejas, le crujían los dientes
al molinillo de café
despierto desde las seis.
Lo que encuentra el lector en estos versos es una propuesta artística, ofrecida en el inglés original y en castellano, que destaca sobre todo por su capacidad para crear imágenes novedosas, más que por el sentimentalismo o por la búsqueda directa de la emoción. No estamos ante una lírica romántica, sino ante poemas en ocasiones fríos en apariencia que, muy poco a poco, van construyendo un relato emocionante, innovador y sobre todo inteligente.
La madre, el padre, la escuela, la iglesia, el maestro de pintura Gregorias (artífice de la verdadera educación del poeta), las mujeres, el alcohol y, sobre todo, la constancia intuitiva primero y consciente después de que nadie, jamás, había escrito aún sobre esa tierra y de que hacerlo -como sus compañeros la estaban pintando- era su misión como artista son los fundamentos de una obra que es, sin duda, una de las mejores que en poesía se han editado este año en nuestro país.
No te puedo apartar de tu justa alineación, Madre
como no pueden moverse los objetos de un cuadro.
Tu casa era un suave canto al equilibro
a la exactitud de lo bien emplazado.
Una puerta a una poesía alejada de la que, habitualmente, estamos acostumbrados a leer en España y que trabaja en la línea de autores como Auden o Joseph Brodsky, para construir el relato de una época, un mundo y una persona -desde las bases del arte y los mitos europeos- sobre los que nada se había dicho hasta entonces.
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