La casa del lago, de Thomas Harding

Es difícil no evocar la imponente figura de Ivo Ándric cuando uno comienza a leer “La casa del lago”, de Thomas Harding (Galaxia Gutenberg, 2017). Si allí, era el puente de una pequeña localidad el que servía de nido conductor a una narración que abarcaba diferentes generaciones de los balcanes, aquí es una casa familiar, en Berlín, la que sirve de enlace y excusa para narrar la primera mitad del siglo XX: el siglo más violento de la humanidad.

Sin embargo, las similitudes acaban ahí. Y tampoco otras obras donde las sagas generacionales se convierten en la excusa para narrar la Historia (desde “Los Buddenbrook” de Mann, hasta “Petersburgo” de Bely) pueden citarse como modelo para una obra que, entre lo ficcional y lo documental, ofrece un modelo novedoso de narrar la propia historia. De hecho, la obra de Harding estaría más cerca de narraciones documentales como “Borrados” de Bartov.

“La casa del lago” narra, a través de los habitantes de la vivienda (a saber: un noble, una próspera y respetada familia judía, un famoso compositor nazi, una viuda y sus hijos, un informador de la stasi…)  no sólo al ascenso y posterior caída del nazismo -aunque hablando del siglo XX alemán este sea siempre el meollo de la narración- sino que arranca su obra a finales del XIX, se sumerge en la Gran Guerra y en la posterior y fallida república de Weimar y desemboca, tras el nazismo y la guerra fría, en la reunificación de las dos Alemanias y la caída del mudo de Berlín.

La caída del muro sirve, de hecho, como acicate para la memoria. Preocupado porque la desaparición de los vestigios materiales suponga el inicio del olvido, Harding se empeña en reconstruir la historia de sus antepasados y de quienes les rodearon. Es decir, la memoria de una Alemania a la que de nuevo hoy -cuando las calles vuelven a llenarse de manifestaciones nacionalistas- cuesta no mirar con preocupación. No sólo por el futuro. Sino también por el pasado: por la facilidad con la que parecen haberse olvidado las atrocidades cometidas en ese país en el siglo pasado.

En esa lucha por la memoria, Harding ha levantado un libro que, como decíamos, oscila entre la narrativa (no ficcional, o no pretendidamente ficcional) y el documental. Donde el material objetivo, como fotos, cartas, etc., se da la mano con la recreación más o menos novelesca de los hechos, en una hibridación de géneros, que pretende contar los hechos sin apropiarse de ellos, sin usurpar la voz de los miles de desaparecidos.

Además, Harding añade una problemática cada vez más de actualidad: lo que Marianne Hirsch llamó la posmemoria. Es decir, una vez muertos aquellos que padecieron los diferentes traumas, quedan sus hijos y nietos. ¿Cómo pueden estos contar su historia sin apropiarse de los hechos ni desvirtuarlos y, al mismo tiempo, sin perder su voz propia o presentarse ellos también como víctimas?

Harding no es aquí, en ese sentido, un narrador frío ni distante. Su voz aparece y desaparece en los relatos, y no duda en mostrarse implicado en lo que allí se cuenta. Aunque él no sea el protagonista, ésta es su historia.

Una obra diferente e interesante, que abre un camino para futuras narraciones sobre la memoria, y que tiene además el valor añadido de resultar tan entretenida como inteligente.

 

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