María Zef, de Paola Drigo (Periférica, 2016) se inscribe dentro de la tradición realista que recorrió Europa desde finales del XIX hasta bien entrado el siglo XX, auque participa también de otras dos corrientes: la romántica (que daba sus últimos coletazos) y la social (muy imbricada con la realista).
Para el lector español, quizás el autor más parecido que ha dado nuestra literatura a lo que en esta obra propone Paola Drigo fue Benito Pérez Galdós. En especial, el Galdós de obras como “Misericordia”, donde como en este caso se tiende sobre la vida de unas mujeres pobres una mirada que oscila entre lo social y lo cristiano y que emplea, para la narración, técnicas claramente realistas.
El lenguaje de Drigo es, con todo, más atractivo que el empleado por el Galdós de “Misericordia”, y la psicología de los personajes, en especial el de Mariutine, la protagonista, están mejor trabajados. Ese trabajo psicológico y el duro final, nos hace intuir a Dostoievski y Zola entre los antecedentes de la obra.
Una obra que nos narra la vida de Mariutine, una huérfana que, tras la muerte de su madre, se ve obligada a convivir con su tío, Barba Zef, y su hermana pequeña, Rosùte, en lo alto de las montañas del Véneto, en una zona pobre y donde el progreso de los inicios del siglo XX aún no ha llegado.
Con una óptica moralista, lo que narra Drigo es, en última instancia, la historia de cómo la pobreza, la soledad, la falta de educación pueden convertir incluso las personalidades más dulces, como la de la joven Mariutine, en carácteres desgraciados, grises y, en última instancia, trágicos. Óptica que excusa, en cierto modo, algunas de las acciones de Barbe Zef, víctima él también de la pobreza y el abandono al que les condena la sociedad.
En ese mundo pobre que describe Drigo, las mujeres (Drigo fue una activa feminista, aunque siempre desde una posición que hoy denominaríamos de conservadora) sufren una doble opresión: la primera, por ser mujeres; la segunda, por ser pobres. Convertidas en criadas, usadas para saciar las necesidades sexuales de los hombres, su labor en el mundo parece reducirse a trabajar, parir y servir.
Dura, por lo tanto, la novela goza de una escritura ágil, y de una estructura que consigue, igualmente, que uno recorra su poco más de 230 páginas con facilidad y con interés. En ese sentido, Drigo es también digna heredera de la mejor novela del XIX, la que era capaz de captar la atención del lector desde la primera página hasta la última. En este caso, además, la obra carece de las largas descripciones y del exagerado costumbrismo que a veces entorpece la lectura de las obras realistas.
Una novela, por lo tanto, interesante, fácil de leer y que nos presenta a una autora que, con novelas como ésta, se convirtió en Italia, a comienzos del pasado siglo, en toda una celebridad.
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