Si bien pasa por ser la primera novela sobre una célula terrorista, lo cierto es que “Los demonios” (editada ahora con una nueva traducción por Alba en su colección Clásica Maior) sin dejar de ser eso, es mucho más. Es fundamentalmente, diría yo, mucho más. Porque la novela de Dostoievski no se centra sólo en cómo un pequeño grupo (cinco personas con la colaboración de unos cuantos delincuentes) puede sacudir los cimientos de una pequeña ciudad hasta sumergirla en el caos, sino especialmente en las razones por las que tal éxito es posible.
La novela se centra en la configuración social y en lo que a ojos del autor ruso (que muestra en esta obra su lado más moralista) son las pequeñas perversiones y deslices que, como termitas, han ido desgastando las vigas y los cimientos de la ciudad hasta entregarla, débil y enferma, a los terroristas.
La narración sigue, así, a unos cuantos personajes que son otros tantos representantes de la alta sociedad de la pequeña ciudad: aquellos que deberían haber impedido el triunfo de la corrupción y que, sin embargo, han olvidado su papel. De los de abajo, de lo que podríamos llamar el tercer estado, apenas si se ocupa de pasada Dostoievski en esta novela: su trabajo mísero, sus condiciones pobres e insalubres son sólo el telón de fondo sobre el que triunfa un terrorismo que el autor ruso tacha sin dudar de nihilista. Aunque con los ojos de hoy apuntaríamos que más que la falta de resistencia de las clases altas al caos lo que fallaba era, precisamente, la capacidad de éstas para dar otra salida al descontento popular distinta a la revuelta.
Entre los principales personajes se encuentran Stepán Trofímovich, profesor diletante que se presenta a sí mismo como catedrático, como autoridad de las tendencias progresistas en Rusia y que, sin embargo, no hace otra cosa que hablar y lloriquear por su “mala suerte”, mientras vive a costa de la noble Varvara Petrovna con quien mantiene una amistad que nunca acaba de conducir al romance.
Frente a él, como en un remedo del Padres e hijos de Turgueniev, se encuentran las figuras de Nikolái Vsévolodovich, antiguo pupilo suyo e hijo de Petrovna, y Piotr Stepánovich, su hijo natural y al que apenas ha visto, al comenzar la acción de la novela, en un par de ocasiones. Ambos jóvenes representan el fracaso de Stepán Trofímovich como educador y como padre. Pues Nikolái Vsévolodovich es un joven hastiado, incapaz de hallar un placer duradero en nada y que desconoce el sentido de su vida, mientras que Piotr Stepánovich mantiene con éste una relación de atracción y repulsión que nos habla de una sexualidad confusa, al tiempo que trata de convencerlo para que se erija como el Mesías de la revolución que él prepara; una revolución cuyo objetivo no es otro que la destrucción de la sociedad rusa del momento, sin tener pensado qué se construirá después o cómo.
Gobernadores que no gobiernan, nobles que se desentienden de su papel de guías o que, incluso animan y se sienten atraídos por los jóvenes revolucionarios, escritores que para asegurarse la posteridad adulan a los nihilistas (Karmazínov), autoridades que consienten (como si fueran chiquilladas) los primeros actos de vandalismo (Yulia Mojáilovna), fanáticos religiosos que consideran la muerte como la única forma de demostrar que existe Dios (Kirílov), conversos incapaces de ver el mal que se cierne sobre ellos (Shátov), son otros de los personajes que componen esta obra que, como casi siempre en Dostoievski, tiene precisamente en la psicología de los personajes su principal interés y su más importante logro.
Ya he mencionado la confusa relación (que el autor ruso no matiza, pero que tiene claros tintes eróticos) entre los dos jóvenes protagonistas, pero no menos confusa es la que mantienen Stepan Trofímovich y Varvara Petrovna, incapaces ambos de tomar las riendas de su vida; e igual de interesantes son las razones y motivos del suicidad Kirílov o del desdichado Shátov; por no hablar del ego de Karmazínov, supuesta caricatura, precisamente, del ancaino Turgeniev.
Moralista, sí, pero también profunda; lenta, para dejar que nos adentremos poco a poco en el entramado social sobre el que, como una banda de demonios, actuará el pequeño grupúsculo terrorista y, sin duda alguna, maravillosamente escrita (a destacar el trabajo en la traducción de Fernando Otero), esta obra explica casi tan bien como el mejor de los tratados por qué fue posible el triunfo de la revolución rusa de 1917, presentándonos una sociedad no ya en decadencia, sino en putrefacción; una sociedad incapaz de encontrar una salida imaginativa a sus problemas y víctima de una clase dirigente que habla mucho y actúa poco, creyéndose firmemente asentada en unos privilegios (que no excluyen el desprecio por las clases bajas, hasta hacía poco sometidas a la servidumbre) que como muestra esta novela se pueden venir abajo simplemente a través de la acción de un pequeño grupo.
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