La muerte de mi hermano Abel, de Gregor von Rezzori

¿Cómo se reseña lo que no existe? ¿Cómo se clasifica lo inclasificable? ¿Cómo se dice a qué se parece lo que no se parece a nada?

Cuando hago una reseña procuro decir en qué linea se mueve la obra, para que quienes la lean sepan si tal libro les puede gustar o no. En última instancia, más que decir si un libro es bueno o malo para mí trato de explicar en qué consiste el libro: interpretarlo e informar sobre él. Sí, eso es: informar más que criticar.

Pero, ¿cómo coño informo de “La muerte de mi hermano Abel”? ¿A qué digo que se acerca… si no se acerca a nada? Posmoderna, sí. Pero eso es como no decir nada. Original, claro. Pero estamos en las mismas, entre otras cosas porque el concepto de “original” está hoy no sólo gastado, sino sobre todo devaluado. Intentémoslo, de cualquier modo.

Un día, el diletante Arístides Subicz aspirante a novelista, recibe la propuesta de un afamado agente literario que le pide que, en tres frases, resuma el contenido de esa novela en la que lleva tantos años trabajando y que, según él, es una obra maestra. Pero, ¿cómo se resume una novela en la que se ha volcado toda una vida?

El encuentro con el agente, en el que Subicz vuelva, de un modo en apariencia incoherente, en apariencia azaroso, todo el material, todas las dudas, todas las reflexiones, acumuladas en torno a su obra es lo que compone esta larga novela de más de 800 páginas. Un collage de historias, subhistorias, idas, venidas, callejones sin salida, parodia, reflexión, deconstrucción, ficción, crítica social… todo.

¿A qué se parece esto? Sólo se me ocurren dos nombres: Barth, Pynchon. Y no tanto en la ejecución como en lo arriesgado, complejo y logrado de la propuesta. Y la verdad, yéndome más lejos y aun a riesgo de ser ejecutado por los talibanes de la ortodoxia, a Cervantes. Porque este acumular historias dentro de historias, este héroe alocado por culpa de un libro (su libro) y de su fantasía, esta excusa trivial para contarnos el deambular (en este caso mental) de un personaje tiene, al menos así lo veo yo, mucho de cervantino. De quijotesco.

La novela, en su deambular, se constituye además en crónica de un tiempo y de un espacio: la Europa de las dos guerras mundiales, la centroeuropa de las ciudades bombardeadas, las ruinas, el silencio, la carestía. La Europa que va de los ingenuos y ciegos años veinte al Holocausto y la reconstrucción. Hasta terminar en el periodo al que, por forma y riesgo, pertenece esta novela: el de 1968.

Por lo demás, la novela resultará atractiva a quienes sean degustadores de aparatos formales complejos y de propuestas heterodoxas bien encauzadas y no gustará nada a los lectores de solapa, a los de planteamiento-nudo-desenlace, a los que creen que la fábula, la trama, es lo único importante en una novela. Eso y que sea comprensible sin mucho esfuerzo. Digamos que no gustará a los que conciben la lectura como un paseo. Y que encantará a quienes la conciben como un deporte de riesgo.

Una novela que es una teoría de la novela (cómo no pensar en Barthes y en la muerte del autor), que es muchas novelas y que es, sobre todo, un fabuloso y arriesgadísimo collage. Una obra que, por lo demás, encaja muy bien en una editorial como Sexto Piso, que está haciendo un enorme e igualmente arriesgado trabajo al apostar por obras como ésta o las de Barth en un mercado no siempre agradecido con lo heterodoxo como el español.

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