“Giles, el niño-cabra”, de John Barth

Reseñamos esta obra magnífica publicada por Sexto Piso

Para leer a John Barth, y más al John Barth de “Gies, el niño-cabra”, hacen falta dos cosas: tiempo y sentido del humor. El libro es, para qué negarlo, largo (más de mil páginas), pero también es una delicia que tiene tanto de posmoderna como de cervantina, y que reúne, entre carcajada y carcajada, buena parte de la razón de ser del pasado siglo XX. Pero vayamos por partes.

“Giles, el niño-cabra”, publicado ahora por primera vez en castellano por Sexto Piso, es una novela escrita en la década de los sesenta y supone uno de los más claros, destacados y vendidos ejemplos de lo que la experimentación de aquella época (reacción lógica a los excesos del modernismo y el realismo) produjo en los Estados Unidos, junto a obras como las de Pynchon o Gaddis, autores con los que comparte no sólo carácter lúdico, sino también una renuncia clara a cualquier tipo de minimalismo y, en consecuencia, una imaginación enorme, a veces escandalosa.

Imaginación que en este caso a sirvió a Barth para componer la enorme alegoría que es “Giles, el niño-cabra”: la aventura vital de un personaje criado entre las cabras de la Universidad de Tammany, en el Campus Occidental (los Estados Unidos). Alegoría cuyos símbolos más grandes, a parte del referido, sería la concepción de la vida como un proceso de aprendizaje en la Universidad (los exámenes finales, por ejemplo, serían el juicio final del cristianismo) o la creación de un Superordenador (el Ordaco) que domina tiránicamente el Campus Occidental y cuya desprogramación y eliminación suponen la razón de ser de la vida de Giles y, por tanto, de la novela.

A partir de esta premisa, lo que Barth levanta es una novela donde la aventura, el humor y la fantasía se entrelazan para hacernos recorrer los caminos que sigue el personaje, que son, de nuevo, una alegoría de los caminos seguidos por el siglo XX, al menos, hasta la época de concepción de la novela; es decir, hasta el punto más álgido de la Guerra Fría.

Estos caminos incluyen la política, sí, y también la religión o los debates científicos, hasta el punto de que exigen del lector un cierto conocimiento de lo que fue la Historia del Pensamiento hasta el siglo pasado si no desea perderse ningún guiño. Así, por ejemplo, en la página 169 leemos (entre corchetes nuestro comentario):

“Sólo conocemos las máximas de Magos [Sócrates] por medio de los diálogos de su alumno Escápulas [Platón] y los hechos de Enós Enoc [Jesucristo] por los recuerdos (que no están exentos de contradicciones) de sus pupilos”

Si a todo esto sumamos el propósito de Barth de convertir la obra, además, en una cierta relectura del Nuevo Testamento o, al menos, en una obra que gire, también, en torno al concepto de salvación tal y como lo entiende el cristianismo, tendremos que “Giles, el niño-cabra” esconde, en su aparente simplicidad de novela fantasiosa, tantas capas como cada lector sea capaz de desentrañar.

Y quizás, de hecho, ese sea el mayor logro de Barth: haber conseguido una novela que puede ser atractiva para un público muy amplio, desde aquel que, despreciando cualquier alegoría, quiera sólo seguir la aventura, hasta quien, en el otro extremo, goce descifrando cada uno de los miles de símbolos que Barth ha injertado en la novela, así como sus relaciones con libros como la Biblia o como los de Otto Rank y Joseph Campbell.

Esta alegoría, esto sí hay que señalarlo, no sólo crea símbolos nuevos, también obliga a ver aquello “real” a lo que el símbolo se refiere, desde otra óptica; una visión limpia ya del poder y la evocación del nombre usual. Dicho de otro modo: Barth nos obliga a mirar nuestro pasado reciente a través de una ficción donde todo es muy parecido, pero no igual, lo que, inevitablemente, nos pone ante los ojos una nueva visión de conjunto. Y la palabra clave aquí es, obviamente, “nueva”.

En suma, una novela para leerla ahora y dentro de unos años; una novela valiente, divertida e intelectual. Una novela con tantos sentidos, casi, como uno quiera darle. Una novela de John Barth, que no sólo no es poco, sino que es mucho. Léanla.

 

 

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