Por el bien del comandante

Reseñamos esta novela de Constance Fenimore Woolson publicada por Ardicia

En Far Edgerley, un pequeño pueblo en las montañas de Carolina del Norte, vive una pacífica comunidad tutelada por la respetada figura del comandante Carroll, alrededor de la cual orbita también la existencia de su familia -su segunda esposa y el hijo de ambos-. Pero con el regreso a casa de Sara, hija de su primer matrimonio, y de un joven artista de pasado desconocido, empezará a tejerse toda una trama de lazos, secretos y enredos, que vendrá a rizar la plácida superficie de la aldea.

Tal es el resumen, bastante acertado, que Ardicia nos ofrece de esta placentera, lírica y costumbrista novela de Fenimoore Woolson que se completa con un posfacio de Henry James en el que el autor de Otra vuelta de tuerca señala dos de las claves principales de este libro: la primera, el preciso dibujo de una comunidad del Sur de los Estados Unidos en las que nunca parece pasar nada de verdadero interés y que tiene en la figura del comandante Carroll, retirado militar sudista, a su guía y ejemplo; la segunda, la edificación casi ideal, en torno a esa figura, de una familia conservadora, en la que el engaño (aquí pintado como hechizo), último agarre de un comandante cada vez más senil, debe ser mantenido a cualquier precio.

De hecho, lo más estremecedor de la novela de Fenimoore Woolson es lo seriamente que la autora parece tomarse esa pequeña comunidad en la que no parece haber ni negros, como dice Henry James, ni pobreza, ni hambre, ni trabajo. Sólo unas pocas familias conservadoras cuyo único entretenimiento es una conversación trivial, educada, que ni siquiera llegar a tocar las aguas del chismorreo. Es decir: una comunidad, la de Far Edgerley, bastante perfecta… al menos, para el canon sudista de la época.

En ese escenario, la aparición de un músico de apariencia bohemia, el forastero al que aludía el resumen de arriba, es tomado, por esa idílica comunidad, más como un entretenimiento pasajero que como una verdadera amenaza. Que el músico, enfermo además, es el hijo perdido de la señora Carroll es el secreto que hay que guardar a toda costa: no por el qué dirán del pueblo, que sin duda sabría perdonar un desliz que, en realidad, ni siquiera es tal, sino porque su revelación podría destruir la vida del comandante, quien idolatra a su mujer y la cree más joven de lo que en realidad es.

La novela, que podría haber derivado, a partir de ese punto, hacia una novela en la que la duda respecto a las lealtades de cada cuál fuera el eje central (convirtiéndose así en un drama) sigue discurriendo, sin embargo, mansamente. De hecho, pocas expresiones más acertadas para definirla que las del resumen de la editorial cuando asegura que la presencia del forastero y el secreto que lleva consigo sólo consigue rizar las tranquilas aguas del pueblo. No hay fuerte marejada, ni siquiera dos o tres grandes olas. El secreto es salvaguardado, el bienestar del padre de familia y guía de la comunidad prevalece (incluso frente al amor de una madre) y nada cambia en el Sur.

Como decíamos, es ese “no cambiar nada” lo más estremecedor de la novela, lo que le otorga cierto halo de irrealidad a su enteramente armónica, funcional y hasta feliz comunidad. Con todo, si uno supera ese obstáculo y se deja arrastrar por la variada narración de la autora (que domina la sobriedad tanto como el colorismo), la novela se bebe de un sorbo y con cierto placer: el placer, suponemos, que producen las fábulas donde sabemos que, al final, pase lo que pase, todo va a terminar bien.

Aunque en este caso, que todo acabe bien para el comandante puede no consolar a todos. Y quizás la novela, al final, sí que tenga algo de drama. Y hasta de tragedia.

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