Un recorrido por la poesía de este poeta chileno
La poesía es lo que se pierde en la traducción. La afirmación de Robert Frost no explica, sin embargo, por qué volvemos una y otra vez a algunos poetas difíciles. Por su estilo fragmentario, sus continuos juegos de palabras y sus alusiones recónditas, la poesía de Juan Soros se cierne sobre el borde de lo intraducible. A pesar de sus muchas dificultades, o tal vez por culpa de ellas, no podemos sino regresar a sus poemas.
Inquietante y al mismo tiempo irresistible es el hondo lamento de la sección “Cenotafios”, incluida en su primer poemario Tanatorio: “Urgía nombrar/ al demonio que me habita. // Urgía encontrar/ al mensajero de piedad. // Hermano, dije, Ángel. // Ya nunca estaré solo.” (p. 29). La página se vuelve piedra, el verso “camino oscuro/ cicatriz en piel y tierra” (p. 38). El poema es memoria sin nombre: “Epitafio es mi voz, / Lo que calla el trueno.// Huella de tu ausencia” (p. 41). El poder evocador de Tanatorio, su ritmo forzado, su música compleja, moran en esa árida región de la inspiración donde esperan las canciones que merecen ser cantadas, las que van más allá de lo humano.
Nacido en Santiago de Chile en 1975, Juan Soros (seudónimo de Edmundo Garrido) es Ingeniero Civil Industrial, tiene un Diploma en Estudios Griegos en la Universidad de Chile y es candidato a doctor por la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. En el año 2000 recibe el premio de poesía en los Juegos Literarios Gabriela Mistral de la Ilustre Municipalidad de Santiago. En 2002 publica su primer libro, Tanatorio. Sus poemas han aparecido en diversas antologías en formato de libro y CD entre las que destaca Cantares, nuevas voces de la poesía chilena, editada por Raúl Zurita en 2004. En 2005 recibe el premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura de Chile por su segundo libro, Cineraria.
En este poemario, la frialdad de la composición “Noli me tangere” se convierte en parte de nuestra memoria colectiva: “Dices que mis manos/ están heladas. // Dices que sólo un muerto/ tiene las manos heladas. // Me miras con horror. Temes/ a estas manos llagadas. // No te acerques, no preguntes. / Los muertos/ solo hablan de muerte” (p. 149). La música envenenada de “Oráculo de la nada” surge ligada al duelo. El poeta está en guerra consigo mismo y con su idioma: “Existen respuestas/ a todas las preguntas/ menos a una. // Pregunta de la aurora. // (Dedicarás los días que te restan/ a redactar esta pregunta)” (p. 180).
Tanatorio y Cineraria se incluyen en la colección Luto (1995- ), Ediciones Amargord, 2014, junto a los poemarios Reliquia y Ara. Proyecto en proceso, el libro recoge composiciones de todas las épocas de la vida del poeta chileno. En cierto sentido, los poemas actúan a modo de autobiografía, pero destilada hasta sus expresiones esenciales. El núcleo de su obra es el sufrimiento. Desde los primeros versos, que lamentan el dolor que produce la muerte, hasta los últimos, Soros elabora todo un arte de la pérdida.
Su poesía es la respuesta artística a la desaparición de los padres, la patria, la religión, incluso la cordura. Su relación con el dolor es complicada. La ausencia está de cuerpo presente. En el poemario Reliquia, la aflicción es una forma de salvación ética. En la composición “Pentecostés”, se opta por una interpretación literal de la disonancia. El poema es crónica de sus tensiones: “De rodillas: / una llama/ y una roca/ en las manos. // Palabra de humo/ en cadenas/ (por tres veces, /por mi culpa) // ante tu misterio” (p. 216).
Sus peculiares encabalgamientos, su sintaxis dislocada y neologismos nos remiten a Paul Celan. “Domingo de Pascua/ (Pesaj – paso)/ no el tuyo/ no el mío/ el rito de huida/ (Saltar sobre fuego/ sobre cenizas)/ al enlloc”, exhorta Soros, que se esfuerza en “Nevruz” (p. 242) por evocar la extrañeza luminosa del lenguaje. En Reliquia, los versos se retuercen en oscuros garabatos, negras colgaduras que son profesión de fe, aparato fúnebre, testamento. Sus líneas finales ofrecen una turbia visión de la felicidad: “MAÑANA SEREMOS FELICES” – pensé/ muerte – luego/ noche/ y/ luto (p. 281).
En el libro Ara, por último, el idioma cobra vida. La palabra se hace visión y sonido. Se ofrece una experiencia real de la poesía, de sus profundidades filosóficas, así como de las dificultades concretas que plantea. Ara nos ofrece una selección de dibujos y gráficos, muestrario de exequias, restos de un naufragio. Los resultados son increíblemente variados e inesperados. Consideremos las lúdicas inflexiones de “Tierra”; el dolorido trazo de “Aire”; la crudeza de “Universo”; el ingenio de “Melancolía”. “Este es el holocausto, / que arderá sobre el fuego encendido, / sobre el altar, toda la noche/ hasta la mañana. // Amanece. / Vete. // Guarda memoria”. El escalofriante poema “Rito final” (p. 303) se ocupa de la pérdida de la voz poco antes de la muerte.
A pesar de estas referencias, la imagen de Soros que emerge de Luto no es triste. Tampoco demasiado biográfica. Escuchamos la voz de un poeta para quien el dolor es una sílaba más, para quien el lenguaje es una forma esencial de pensar y de ser. Su escritura invita a la vida. Contra la advertencia de que no trasciende el idioma en que está escrita, un poeta políglota nos ofrece una lírica en progreso, consciente de su condición vagabunda entre fronteras, lenguas y épocas históricas. La poesía no es lo que se pierde en la traducción. La poesía es, en esencia, traducción. De diferentes maneras, a través de diferentes caminos, Soros nos dice por qué.
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