Buenos libros viejos: El maestro de Petersburgo de Coetzee

El nobel Coetzee convierte a Dostoievski en personaje de esta oscura historia

el maestro de san petersburgoEs el otoño de 1869. Un escritor ruso regresa del exilio a San Petersburgo para informarse acerca de los hechos que han rodeado la muerte de su hijo. Tardamos unas veinte páginas en averiguar que tal hijo lo era solo, en realidad, de su primera mujer y que el escritor en cuestión es Fiodor Mijáilovich Dostoyevski.

Dostoievski se alojará, en seguida, en el mismo cuarto donde lo hacía su hijo: un dormitorio en una casa regentada por una mujer que se llama como su segunda y joven esposa (Anna), pero que en seguida el escritor siente más cerca de él, por ser su edad más parecida a la suya. Con Anna vive su pequeña hija, Matryosha íntima amiga de Pavel, el hijo fallecido y también de Nechaev, un revolucionario más nihilista que anarquista con el que, al parecer, Pavel estaba también relacionado.

El proceso de duelo; la relación erótica, más que amorosa, entre Anna y Dostoievski y la investigación del escritor acerca de las circunstancias en que murió su hijo (¿Fue un suicidio o un crimen? Y si fue lo segundo, ¿quién lo cometió: Nechaev, la policía,…?) son los elementos con los que Coetzee levanta esta novela en la que no hay, desde luego, un acercamiento histórico/documental a la situación política rusa, sino una lenta sucesión de escenas, diálogos y reflexiones que van perfilando, muy poco a poco, los personajes y el escenario. De modo que uno apenas llega a vislumbrarlos por completo antes de que la novela finalice.

Es esa contención, ese lento “ir desvelando”, lo que sostiene la tensión del relato que, también muy poco a poco, pasa de ser la narración de un profundo dolor con trasfondo político a una obra de suspense y, sobre todo, a una reflexión acerca de las relaciones entre padres e hijos.

Reflexiones que están presentes no sólo en la relación de Dostoievski con su hijastro Pavel, sino también en la del propio escritor con su padre (un maltratador) y en el paralelismo que, por esa circunstancia, se establece entre el, en teoría, burgués Dostoievski y el revolucionario Nechaev, quien hubo de huir de su casa, igualmente, a causa de los malos tratos de su padre. También la revolución que el joven propugna es analizada por el escritor (y, a través de él por el autor) como un enfrentamiento generacional surgido de esa necesidad que tienen siempre los jóvenes de romper los acuerdos que han hecho posible la vida de sus padre y que tienen, a su vez, estos últimos por perpetuarse (por seguir de alguna manera vivos) a través de sus hijos.

De hecho, es recurrente en el dolor de Dostoievski la referencia a la “semilla” dilapida de su hijo, pues pese a no tratarse de su hijo natural, esa semilla dilapidada impide la perpetuación del escritor, le convierte en el último eslabón de la cadena.

Narrado en presente del indicativo (lo que nos permite ir descubriendo “todo” a medida que lo hace el protagonista), hay en el relato, inevitablemente (lo que no quiere decir que sea fácil), un regusto a los narradores rusos del XIX: desde luego a Dostoievski, pero también, en la relación amorosa entre Anna y el escritor, a Tolstoi y, sobre todo, al “Padres e hijos” de Turguenev. Más adelante, hablaremos de algunas otras relaciones no tan claras y que hemos agrupado bajo el epígrafe “más allá de la novela”.

Digamos, mientras, que a medida que avanza la obra, lo que uno descubre es que Dostoievski, que asegura haber llegado a la ciudad buscando la verdad, parece buscar, en realidad, dolor. Aunque al final lo que halle en su interior no sea ni una cosa ni la otra, sino rencor: la posibilidad de describir y transmitir la imagen de un Pavel muy distinto del chaval apuesto y bueno que todos recuerdan y más parecido a él; la posibilidad de vengarse de él por haberlo dejado solo.

Escribir, nos recuerda Coetzee a través de Dostoievski, es elegir el camino tortuoso, es, también en otras ocasiones, pervertir la verdad: es, en suma, una manera de salvarse a uno mismo, de hacer caja y seguir vivo, aun a costa de traicionarlos a todos:

Si estás tocado por el don de la escritura […] ten en cuenta cuál es la fuente del don. Escribes precisamente porque estuviste solo en tu infancia, porque no tuviste amor

Frente al Dostoievski reconocido ya como gran escritor, con fama de inteligente y de hombre de orden, Coetzee nos deja entrever una cara del autor ruso que, por lo que sabemos, no dista mucho de lo real; una cara que era la otra mitad del maestro: la de un hombre narcisista, violento, tacaño, mordaz y lujurioso hasta el punto de oscurecer aquello que de tierno, piadoso y sereno pueda haber en él.

 La contención de la narración, su pulso lento, es uno de los logros estéticos de “El maestro de Petersburgo”. Al otro extremo podríamos situar su final que deja sin atar los cabos que ha ido sacando de la madeja de la narración y que, a fuerza de centrar el relato en Dostoievksi, acaban pasando a un segundo o tercer plano: el crimen, el amor, la revolución.

Hay, es verdad, algo de truco vil en ello y, sin embargo, a la vez, uno entiende que la novela no podía terminar de otro modo, pues alargarla, tratar de resolverla, hubiera sido lo mismo que traicionar el carácter de la obra. En última instancia, no se trataba del amor, ni de la revolución, ni, mucho menos, de la investigación de un crimen. Como veremos en seguida (pero para averiguarlo hay que recurrir a referencias ajenas a la novela) de lo que se trataba era, sobre todo, de escribir; de alimentar la caldera de la inspiración.

Más allá de la novela

Fiódor Mijáilovich Dostoyevski
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski

Hay algunos datos importantes para entender esta novela que, sin embargo, no aparecen en ella, aunque de algunos haya pistas y otros puedan sospecharse.

La cruda descripción del dolor de un padre por la muerte de su hijo podría hacernos sospechar (y acertaríamos) que al escritor no le es ajeno ese dolor. Efectivamente: Coetzee perdió a un hijo adolescente y cabe preguntarse si acaso, como Dostoievski, escribiendo, además de hacer caja, Coetzee busque, como el escritor ruso, sobrevivir a través de su trabajo, a través de la perversión de la verdad. Después de todo, Coetzee conoce y celebra que los narradores de Baleares comiencen sus relatos tradicionales con la fórmula: “fue y no fue así”.

Ya hemos dicho que buena parte de la idea de la revolución como enfrentamiento generacional se puede rastrear en el “Padres e hijos” de Turguenev. Pero hay otra referencia más opaca que, sin embargo, es crucial. El último capítulo del libro de Coetzee lleva el título de Stavrogin. No hay, sin embargo, en el libro un sólo personaje con ese nombre. ¿Quién es, pues, Stravogin?

Es, hemos dicho, 1869. En la vida real, Dostoievski está en Dresde. Nunca abandona la ciudad para ir a San Petersburgo. Es en Dresde donde él y Anna, su mujer, recibieron la visita del hermano de ella. Este hermano vivía, él sí, en San Petersburgo. Fue él quien les habló de las revueltas políticas y quien narró una anécdota que habría de ser fundamental para un libro de Dostoievski y también para este libro de Coetzee. Esa anécdota hacia referencia a la muerte de Ivánov, un estudiante, a manos del anarquista Sergéi Necháyev o Nechaev al entender este último que las dudas o discusiones del estudiante suponían una defección, Dostoyevski cambió el nombre de Ivánov por el de Shátov y lo convirtió, sin necesidad de visitar San Petersburgo, en el centro de una trama política y en el protagonista de su novela “los endemoniados”: una novela en la que el propio Nechaev ocupaba un papel destacado.

Hubo, sin embargo, un capítulo de “los endemoniados” que nunca vio la luz, hasta que Virginia Woolf lo rescató y tradujo y Sigmund Freud lo editó. Ese capítulo llevaba por título “en Tikhon” (un famoso monasterio), pero es más conocido (y con ese título se ha publicado en España) como “la confesión de Stavrogin”. Este capítulo fue considerado de impúdico y fue censurado por las autoridades rusas. Es ese capítulo el que, como venganza y lleno de rencor, Dostoievski escribe al final del libro de Coetzee (no podemos decir por qué y con qué implicaciones), es, en definitiva, la escritura de ese capítulo, de esa perversión de la realidad, lo que motiva e impulsa “El maestro de Petersburgo”.

Por eso hay algunos cabos sueltos al final: porque al final no se trataba, creemos, ni de la muerte, ni del amor, ni de la política, sino sólo de escribir. Y, en el caso de Coetzee, de contar el porqué de la escritura de ese pasaje censurado. Al fin y al cabo, como apunta el personaje de Dostoievski:

No es la mía una vida que soporte un examen detenido. De hecho, no es del todo una vida, sino más bien un precio, una moneda. Es algo que pago por escribir

Más allá de esto, es verdad que el hecho de que la novela requiera de claves externas a ellas para ser comprendida hace que cuando uno se adentra en ella sin poseerlas, pueda sentirse momentáneamente perdido. No obstante, la novela tiene una gran validez en sí misma y este trabajo hermenéutico sólo la mejora, pero no es imprescindible para disfrutarla.

 

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