Carlos Granés reseña “Psicogeografía”, editado por Carpe Noctem y PanCrítica
El escenario de la vida moderna es la ciudad. Sus avenidas, plazas, bulevares, edificios y parques dan vida a complejos engranajes que facilitan las labores productivas, el intercambio de mercancías y la vida familiar. Los primeros burgos fueron asentamientos que libraban al hombre de su condición de siervo y de poderes absolutistas mediante la producción y comercialización de mercancías. En estos burgos, que luego se convirtieron en ciudades, las personas no sólo ganaron independencia, también encontraron protección contra la vida feraz y los imprevisibles caprichos de la naturaleza. Las ciudades dieron libertad y protección al ser humano, pero a cambio le quitaron el sentido de aventura a su existencia. El riesgo, las hazañas y los misterios quedaron allá, en las zonas vírgenes no colonizadas, donde campan los animales salvajes y aún laten pasiones no sosegadas por la razón y la vida civilizada. Desde entonces la relación del hombre moderno con la ciudad ha sido ambivalente. Muchos no se resignan a que su vida –su vida burguesa- transcurra en entornos predecibles, marcada por las rutinas productivas y la monotonía familiar. Sobre todo a los jóvenes, este ideal de vida se les antoja pobre, desapasionado, poco romántico. Si el precio por la civilización es el aburrimiento, entonces quizás valga la pena ser un salvaje.
Esta introducción a la psicogeografía tiene el mérito de aclarar los enrevesados conceptos de Guy Debord –labor nada fácil-, y de mostrar que la fascinación por el espacio urbano ha sido y seguirá siendo fuente de inspiración para artistas y escritores
Este malestar lo sintieron de forma magnificada todos los artistas de vanguardia. Hartos de la civilización burguesa del siglo XIX, buscaron nuevas fuentes morales en lo decadente, en el futuro, en lo bárbaro y en lo primitivo, para revitalizar la mórbida existencia moldeada por la modernidad capitalista. En medio de estas búsquedas, varios de ellos decidieron que la ciudad debía dejar de ser ese espacio comercial y productivo, y que más bien debería convertirse en un lugar de exploraciones y especulación poética. Surgen entonces los primeros caminantes de ciudades, el flâneur de Baudelaire, el hombre de la multitud de Edgar Allan Poe, el azaroso caminante surrealista, el psicogeógrafo letrista, individuos que se resisten a darle un uso convencional a la ciudad y cuyo deambular urbano no va a tener un fin productivo sino estético. Cometen un discreto acto de insubordinación con el que privilegian la improductividad y el sentido estético al trabajo y la familia. Vagan por las ciudades para consignar sus experiencias, para hallar lo inesperado, para crear nuevos urbanismos o para revolucionar la vida cotidiana, pero sobre todo para devolverle a la ciudad un halo misterioso que aún haga posible la aventura y el misterio.
El libro Psicogeografía, escrito por el inglés Merlin Coverley y recientemente publicado en español por Carpenoctem, es una precisa introducción al tema que no sólo tiene la virtud de actualizar las búsquedas urbanas de artistas y escritores hasta el presente, sino que rastrea los inicios de esta fascinación de los creadores por su entorno urbano. Empezando con Diario del año de la peste (1722), de Daniel Defoe, Psicogeografía nos lleva por las páginas visionarias y apocalípticas de William Blake –uno de los primeros escritores que habló de destruir la ciudad para crear una nueva Jerusalén, idea que inspiraría a futuristas, surrealistas y situacionistas-, y las Confesiones de un inglés comedor de opio, de Thomas de Quincey, el primer escritor que erró por Londres obnubilado por los efectos de la droga. A esta lista se suman Stevenson, Machen, Watkins, Poe, Baudelaire e incluso Walter Benjamin, antes de llegar a los surrealistas Breton y Aragon. Las mejores páginas del libro, sin embargo, son las que Coverley dedica a los letristas y situacionistas, cosa que no debe extrañar, pues la pisicogeografía fue un invento del líder situacionista Guy Debord y de los artistas de vanguardia que orbitaron en torno a los grupos de vanguardia que formó.
El psicogeógrafo de ayer y de hoy no es un científico, es un explorador de su ciudad, alguien que desea resignificar su espacio urbano para encontrar aspectos olvidados u obviados, y vivir de esta forma las aventuras que parecían vedadas para un ciudadano normativizado y aburguesado
En sus orígenes, la psicogeografía fue un intento de fundir en una sola ciencia la psicología y la geografía para entender los efectos que tenía el entorno urbano sobre el individuo. Debord se tomó esta nueva actividad bastante en serio. La consideraba el primer paso para crear un nuevo urbanismo y en últimas una Nueva Babilonia, una ciudad concebida para la satisfacción de los deseos y no en función del trabajo, cuyos planos fueron diseñados por el holandés Constant. Los letristas y situacionistas querían una ciudad donde se facilitaran los encuentros azarosos, donde reinara la irracionalidad y no la razón, donde el ocio y el vagabundeo primaran sobre la monótona y programada rutina productiva. Para ello emprendieron paseos por la ciudad -lo que Debord llamó la deriva-, y trataron de plasmar mapas psicogeográficos de varias ciudades europeas. Es un acierto de Coverley no dejarse fascinar por la retórica de Debord ni por su espíritu sedicioso. La psicogeografía, en cuanto actividad científica, no tenía ningún futuro y terminaría desechándose como se desechó la escritura automática de los surrealistas. La virtud de esta práctica no era su poder para establecer relaciones causales entre el entorno y las emociones del individuo, sino la actitud estética, lúdica y gozosa que proyectaba y promulgaba. El psicogeógrafo de ayer y de hoy no es un científico, es un explorador de su ciudad, alguien que desea resignificar su espacio urbano para encontrar aspectos olvidados u obviados, y vivir de esta forma las aventuras que parecían vedadas para un ciudadano normativizado y aburguesado.
También acierta Coverley al mostrar cómo esta actitud ha llegado a nuestros días en los trabajos de escritores y artistas que siguen caminando por las ciudades y analizando la relación del individuo con su ciudad. Sobresale el caso del novelista J. G. Ballard y su fascinación por los suburbios norteamericanos, donde, según él, hay más campo hoy en día para lo misterioso, lo perverso y las emociones fuertes que en el centro de las ciudades. Coverley también se detiene en los escritos psicogeográficos de Iain Sinclair, Peter Ackroyd, Patrick Keiller y Will Self, y en las acciones sediciosas del artista Steward Home, el más vehemente heredero de las vanguardias del siglo XX. En lo que falla Coverley, demostrando una ignorancia del mundo hispanoamericano que debería producirle sonrojo, es en la más flagrante de las omisiones que puede cometer alguien que aborda el tema del paseante urbano y la literatura: Julio Cortázar.
Cortázar fue un heredero de los surrealistas y un antecesor de los situacionistas, y el único que logró usar el experimento vanguardista para crear una gran obra literaria (cosa, por cierto, que Breton habría reprobado). Antes de que el ucraniano Ivan Chtcheglov, uno de los más fabulosos y delirantes miembros del letrismo, escribiera su Formulario para un nuevo urbanismo –la piedra inaugural de la psicogeografía-, Julio Cortázar ya había empezado a recorrer las calles de París. Como los surrealistas, lo hacía de manera aleatoria, en busca de lo maravilloso y de todos esos elementos que enardecieron la imaginación de Breton: lo onírico, lo irracional, lo mágico. Pero el resultado de estos paseos y de estas exploraciones no fue un mero recuento piscogeográfico, sino una de las obras de ficción más sorprendentes del siglo XX; novelas y cuentos en los que la ciudad se convierte en un espacio ajeno y enigmático, plagado de posibilidades, donde el individuo no está condenado al anonimato y a la alienación sino al permanente desconcierto que produce lo fantástico. Esto no debe extrañar. Cortázar tradujo las obras completas de Edgar Allan Poe y cayó bajo el hechizo de Breton. Estuvo familiarizado con la larga tradición que Coverley rastrea en los primeros capítulos de su libro, y escribió con su obra uno de los capítulos más interesantes de la historia de la literatura urbana.
Es el único fallo del libro de Coverley. Por lo demás, esta introducción a la psicogeografía tiene el mérito de aclarar los enrevesados conceptos de Guy Debord –labor nada fácil-, y de mostrar que la fascinación por el espacio urbano ha sido y seguirá siendo fuente de inspiración para artistas y escritores, que mediante sus paseos urbanos tratarán de explicar ese misterio sin explicación: los efectos que tiene el entorno moderno en las emociones, la sensibilidad y el carácter de las personas.
Psicogeografía. Merlin Coverley. Ed.Carpe Noctem. PVP: 14€ Puedes comprarlo aquí
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