Entrevista a Vicente Luis Mora

Hablamos con el crítico y escritor sobre su nuevo libro “Literatura Egódica” (Universidad de Valladolid, 2014)

Después de leernos este nuevo libro del autor de “Pangea” y de “el lectoespectador”  nos pusimos en contacto con él, para que explicara a nuestros lectores en qué consiste lo que él ha denominado “Literatura Egódica” en este nuevo libro y hasta qué punto se diferencia de lo egocéntrico, así como para hablar acerca de qué sentido tiene la narración del “yo” en un mundo marcado por la crisis de las identidades fuertes y, por supuesto, acerca de la situación actual de la crítica en España.

La entrevista la llevamos a cabo vía email —de ahí las referencias, citas, etc.— y comenzamos hablando, precisamente, de la crítica en nuestro país:

Vicente Luis Mora retratado por Valerio Merino
Vicente Luis Mora retratado por Valerio Merino

M.C: Antes de comenzar con el libro, comencemos por una difícil: ¿Qué papel le corresponde al crítico literario, al estudioso de la literatura hoy?

Vicente Luis Mora: Algún personaje de Juan Bonilla le diría que a la crítica le corresponde un papel higiénico. Me gustaría distinguir, en cualquier caso, al crítico del estudioso, aunque a veces ambas figuras vienen juntas. En el primer supuesto, hablamos de un lector especializado que hace reseñas para lectores; en el segundo, de un profesor o investigador académico que realiza estudios para otros estudiosos, para otros profesores e investigadores. Este segundo tipo tiene hoy sus propios problemas y acusaciones de autismo, y el primero está pasando por una fase de “reconversión”, pues la llegada de la red ha variado mucho su estatus. Es complicado hacer consideraciones generales, pues es una realidad que habría que estudiar caso por caso, crítico por crítico, blog por blog y revista por revista, pero sí he apuntado en ocasiones que la llegada de Internet ha sido muy beneficiosa para la crítica literaria, que vivía encastillada y esclerotizada en medios en los que la discusión y la disensión eran –y siguen siendo en muchos casos– imposibles. Y en “La luz nueva” (2007) recogía un semillero de ideas y propuestas para una nueva crítica que habíamos elaborado entre decenas de personas que participaban en mi blog Diario de Lecturas.

M.C: ¿No se ha producido un alejamiento entre la crítica y los lectores? Le copio un párrafo del crítico italiano Mario Lavagetto: “La crítica literaria ha reaccionado cerrando filas y encerrándose en sí misma: especializándose, produciendo libros y ensayos que tienen como público potencial otros críticos literarios (que raramente los leen) o estudiantes que los fotocopian, a veces los estudian y casi siempre los olvidan”.

V.L.M.: Así fue, pero creo que la red ha permitido, como antes decía, un movimiento de compensación, abriendo un campo de juegos para los innúmeros practicantes de la crítica “amateur” e impresionista, que han entrado en algunos casos en diálogo (o, a veces, en franca confrontación) con la crítica tradicional o “profesional”. Es raro llamar así, “crítica profesional”, a una actividad en la que no hay títulos ni certificaciones profesionales y en la que no se cobra por el desempeño, salvo las cada vez más escasas y cicateras excepciones. Aunque es dudoso llamar crítica a una lectura impresionista, también es cierto que llamar crítica a algunas cosas que aparecen en suplementos de fines de semana supone un cierto despropósito en no pocos casos. De modo que vivimos un tiempo de ajuste, preñado por la indefinición y donde la incertidumbre es la tónica general, pero, como dice Terry Eagleton, uno de los mejores críticos vivos, “¿Es que un terreno sin una delimitación exacta no es siquiera un terreno? ¿Y acaso la vaguedad conceptual no es a veces exactamente lo que necesitamos?”.

Es en la narrativa más vendida precisamente donde el yo campa a sus anchas y se muestra con más exhibicionismo, sea bajo el rótulo de “literatura intimista”, que no es más que una erupción cutánea de subjetividad, sea bajo la rúbrica de “autoficción”

M.C: ¿Qué papel ha jugado (juega) en la situación actual de la crisis los blogs que se dedican a hacer lo que podríamos llamar: “contracrítica”, es decir, a demonizar el trabajo de algunos críticos, maltratar aquellos libros que la crítica señala como los más jugosos, etc.? ¿Y los que se dedican a hacer comentarios de libros?

VLM: Respecto a blogs de contracrítica como el ya extinguido del colectivo anónimo “Addison de Witt”, la

idea me pareció sugestiva, pero el anonimato en este caso me pareció contraproducente porque examinaba algunas prácticas de la poesía española contemporánea sin que los lectores pudiéramos comprobar o constatar si quienes hacían el blog desarrollaban, o no, comportamientos semejantes. Como experimento de campo literario me interesó durante un tiempo, pero tenía esta limitación insalvable. Cuando uno quiere denunciar prácticas de campo estético, entiendo que la actitud sólo cobra auténtico valor si se hace con el propio nombre, dando la cara, permitiendo a los posibles interesados la comparación entre la conducta propia y la denunciada.

Lo egódico, el tratamiento obsesivo del yo, no es necesariamente egocéntrico, ya que puede suponer un exceso incontrolado de la subjetividad del autor o una voladura controlada de ésta

M.C: Centrándonos ya en “Literatura Egódica”, lo primero que llama la atención es la importancia que concedes a la imagen del espejo en la literatura, que es central en el libro. ¿Cómo te fuiste dando cuenta de esa presencia continua del espejo en la literatura contemporánea?

V.L.M.: Comencé a leer a Jorge Luis Borges en 1985 y creo que por entonces comenzó el boom borgiano en

Ejemplar del libro "Literatura egódica" de Vicente Luis Mora
Ejemplar del libro “Literatura egódica” de Vicente Luis Mora

España, cuyo síndrome hasta entonces sólo afectaba a los por entonces autodenominados “conjurados”. Creo que su influencia elevó el antiguo topos del espejo a una dimensión y una difusión desmesuradas, multiplicándose los azogues à la Borges en centenares de prosas y, sobre todo, poemas. Desde entonces comencé a anotar, por puro gusto, las menciones a los espejos en las obras que iba leyendo. En ocasiones eran sólo simples subrayados que he tenido que ir buscando con posterioridad, cuando pensé que sería un tema apropiado de tesis doctoral, a la vista de la inverosímil sobreabundancia de ejemplos. En total han sido casi treinta años de lectura orientada hacia los espejos, y quince de investigación sobre el tema en su relación con la disolución del sujeto contemporáneo. Si le he dedicado tanto esfuerzo es porque es rarísimo el libro, sea narrativa o poesía, que está por completo libre de espejos, reflejos o descomposiciones subjetivas. Quería entender por qué.

M.C: Lo segundo que nos ha llamado la atención es que pese a que le dedicas un libro, tú mismo pareces no estar muy satisfecho con la literatura egódica hablas incluso de una “Burbuja del yo” ¿Hay un exceso de egolatría, de mirarse en el espejo en la nueva narrativa?

V.L.M.: En las primeras páginas se explica que lo egódico, el tratamiento obsesivo del yo, no es necesariamente egocéntrico, ya que puede suponer un exceso incontrolado de la subjetividad del autor o una voladura controlada de ésta. Puede, por tanto, alimentar su narcisismo o combatirlo, como sucede en muchas figuras de notredad, donde el yo acaba siendo un otro negativo, un notro, un nadie. En este último caso, así como en aquellos supuestos donde el yo autorial se pone en cuestión o se critica a sí mismo, el esfuerzo me parece relevante. En cambio, los ejercicios de narcisismo disfrazados de literatura me ponen muy nervioso, en efecto, y me parecen deplorables. Los conozco bien porque yo mismo perpetré algunos en mis comienzos, de los que estoy muy arrepentido. Hay que estar vigilante sobre este asunto, hay que atar en corto al narciso que todos llevamos dentro, y que pugna por salir a la mínima oportunidad. El otro día pensaba en el poema de José Agustín Goytisolo “Palabras para Julia”, muy conocido por ser musicado por varios cantantes, desde Paco Ibáñez a Kiko Veneno, y me di cuenta de súbito que era un caso enfermizo de egocentrismo: cuando estés triste, parece decirle a su hija, acuérdate… ¡de lo que yo he escrito! ¿En serio? ¿No hay otra cosa más importante o valiosa para pensar cuando uno está triste? Lo chocante es que estos discursos especulares son aceptados con una desconcertante naturalidad, como si nada. El ensayo intenta examinar estas prácticas y ponerlas en contexto literario y sociológico.

Los ejercicios de narcisismo disfrazados de literatura me ponen muy nervioso, en efecto, y me parecen deplorables. Los conozco bien porque yo mismo perpetré algunos en mis comienzos, de los que estoy muy arrepentido

M.C: Por otro lado, frente a esa narrativa contemporánea de “búsqueda” (por llamarla así) sigue viva una literatura de corte más tradicional, dedicada sólo a “contar historias”, que es la que reúne a más público. En ese sentido: ¿El público se ha dado cuenta también de ese exceso de yo y está abandonando o ha abandonado a los autores del “yo”? Dicho de otra manera: ¿se puede haber cansado un importante número de lectores de novelas protagonizadas por escritores que nos cuentan como escriben sus novelas, que incluyen citas de los libros que leen, etc.?

V.L.M.: Creo que, por el contrario, es en la narrativa más vendida precisamente donde el yo campa a sus anchas y se muestra con más exhibicionismo, sea bajo el rótulo de “literatura intimista”, que no es más que una erupción cutánea de subjetividad, sea bajo la rúbrica de “autoficción”. La novela de sentimientos y la novela decimonónica supuestamente “existencialista” pero que no se toma las molestias teóricas y metafísicas de Sartre o Camus es uno de los escaparates más frecuentes del yo auto-contemplativo. La literatura metareferencial sigue teniendo un curioso éxito (no de ventas, porque éxito de ventas ya no tiene casi nadie, en los términos de antaño), pero sí éxito de crítica. De cierta crítica, quiero decir. La mayor parte de los lectores y gran parte de la crítica de suplemento se centran en estos tipos de narrativa: novelas intimistas, autoficciones, novelas pseudo-existencialistas y ficciones sobre otras ficciones. Como crítico, y como narrador, lo que me interesa es la pequeña parte restante, el lugar donde la narrativa busca otras cosas: novela existencialista profunda, novela realista de realismo no ingenuo, autonovelas, novelas de ideas, novelas innovadoras, novelas híbridas, novela social deconstructora del costumbrismo, novelas distópicas, novelas de ciencia ficción, ciertas novelas hiperestilizadas o “líricas”, etc. Mi radar de gusto es muy amplio, el problema es que la práctica de calidad no abunda en estos géneros; dicho esto, añado inmediatamente que el año que va desde enero de 2013 a enero de 2014 ha sido prodigioso para la narrativa española en castellano.

M.C: Tú señalas que comienza la narración del “Yo” cuando al escritor se le ha secado la imaginación. ¿Sería entonces cuando se debe dejar de escribir? ¿La imaginación sería el estado “habitual” de la narrativa y la “autoficción” la excepción?

libros Mundo CríticoV.L.M: Bueno, eso no es exactamente lo que digo. En el ensayo sostengo, apoyándome en una cita de Manuel Alberca, uno de los mayores expertos europeos sobre autoficción, que el gran número de autoficciones que vienen apareciendo desde hace unos años tiene mucho que ver con razones comerciales. Bien porque el subgénero tiene o tuvo tirón comercial, bien porque algunos escritores tienen que escribir continuamente novelas para seguir en la brecha y cuando se les seca la imaginación tiran de lo que tienen más cerca. Creo que esta hipótesis es más que razonable. A partir de ahí, dependerá del talento de los escritores –y han practicado la autoficción en castellano autores de mucho talento de ambos lados del charco– si el resultado “cumple el expediente” sin más o si, a pesar de utilizarse materiales de segunda calidad, la novela final es excelente, gracias al trabajo de afinación y decantación realizado. Se pueden hacer buenas novelas incluso partiendo de un tema tan anodino como la vida de un escritor, si el escritor es lo suficientemente bueno, sobre todo cuando el autor parte del reconocimiento explícito de su ínfimo lugar en el mundo y de la poca sustancia de su cotidianidad. Aunque yo prefiero la creatividad y la fantasía –tanto como crítico como autor–, en la línea del Mallarmé que apelaba al texto “liberado de todo aparejo del escriba”, he disfrutado también leyendo bastantes autoficciones.

M.C: Hablas también de un nuevo género, la autonovela, y señalas varios ejemplos como “Negra espalda del tiempo” de Marías. Pero en realidad, estaríamos casi ante una variante de la autoficción, aunque más reflexiva sobre el propio proceso de creación de la novela ¿correcto?

V.L.M: El pequeño subgénero que denomino “autonovela” tiene lugar cuando la autoficción se une a la metaliteratura para cuestionar y criticar al sujeto que la escribe y al soporte narrativo en que lo hace. En ese tipo de demolición subjetiva y textual pueden hallarse obras notables, algunas de las cuales están comentadas en el ensayo.

M.C: En línea con la autoficción y con la autonovela se me ocurrían dos autores que no son muy citados como influencia entre los narradores españoles y que sin embargo se adelantaron muchos años a técnicas que hoy esos mismos narradores emplean. En el caso de la autoficción pienso en Henry Miller y en el de la autonovela en el “Abbadon, el exterminador” de Sabato.

V.L.M: Como digo en el texto, se registran autoficciones desde las dinastías del Antiguo Egipto. En las reacciones que estoy recibiendo a La literatura egódica, es bastante habitual que cada lector recuerde sus autoficciones preferidas, en vez de centrarse en las que yo he elegido, por parecerme representativas. Abbadón el exterminador no podía estudiarse en mi libro porque es de 1974 y mi ensayo trabaja con literatura en castellano posterior a 1978; respecto a Miller, es uno de los muchísimos ejemplos que pueden citarse (Arcipreste de Hita, Rabelais, Cervantes, Gombrowicz, Unamuno, Blei, etcétera), en que una obra de ficción reelabora materiales de la vida real del propio autor con su nombre real (o con una primera persona inequívoca). Los ejemplos son incontables y cada lector podría citar los suyos. Otras personas me han comentado que les hubiese gustado que hablase de Semprún o de Sebald. Pero lo interesante es elegir unos nombres, defender esa elección, y profundizar sobre ellos. Entre todos los críticos acabaremos examinando a todos los autores, es cuestión de tiempo.

Si me está preguntando –que es un tema de “moda”– si las redes sociales han convertido a los escritores en vendedores de sí mismos, preguntémonos antes si tal comportamiento no sería algo remontable a los principios de la literatura

M.C: Aunque más por encima que en “Pangea”, hablas aquí también de lo que ha afectado la tecnología a la literatura, en especial, a la literatura “egódica”. En relación con el espejo, hablas de programas como el photoshop, etc., pero las redes sociales, por ejemplo, ¿no serían también un nuevo espejo, una nueva forma de mostrar un yo controlado?

edición mundo críticoV.L.M.: Sí, claro. Sobre esto en concreto he escrito un capítulo de libro reciente [“Sujeto a réplica: el estatuto narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de identidad digital”, en Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (eds.), Imágenes de la tecnología y la globalización en las últimas narrativas hispánicas; Iberoamericana Vervuert, 2013], y a él me remito. Aquí ofrezco un adelanto.

M.C: ¿No sería la literatura “egódica” y sobre todo la autoficción una manera que tienen ciertos escritores también de “mejorarse”, de “retocarse”?

V.L.M.: Por supuesto. Suele haber dos extremos: el autor que utiliza sus libros para darse autobombo (ahorremos ejemplos), y el que usa la autoficción para criticarse severísimamente a sí mismo (vgr., Javier Pastor en Mate jaque), o para rebajar el ego con cierta sorna, como cuando Javier Moreno se representa como mendigo en 2020 o Manuel Vilas como Manuela Vilas.

El público ya se ha dado cuenta de que los escritores no somos los custodios del espíritu, y están buscando sentido y amparo metafísico en otras partes, desde las ciencias experimentales al cine o las series de televisión. Hoy la cima comúnmente aceptada del conocimiento humano no es la sección literaria de la Academia sueca, sino el CERN. Algunos escritores no se han dado cuenta todavía, pero la realidad de las cosas y los resultados de ventas les harán despertar en breve

M.C: Por otro lado, tú mismo hablas de la idea del escritor de éxito como marca, y de ahí que casi se convierta en un imperativo “narrarse”, sea en los libros o a través de las redes. ¿Se ha convertido el escritor en un producto de consumo?

V.L.M.: No conozco ningún modo en que el escritor pueda ser “consumido”, en todo caso lo será su obra. Y eso ha sucedido siempre desde la invención de la imprenta, que era un medio perfecto para crear un producto seriado, dirigido a venderse en masa lejos del lugar de producción del mismo. La imprenta, como han visto varios estudiosos, fue una consecuencia más del nacimiento del mercantilismo europeo, junto a otros factores menos relevantes. Si me está preguntando –que es un tema de “moda”– si las redes sociales han convertido a los escritores en vendedores de sí mismos, preguntémonos antes si tal comportamiento no sería algo remontable a los principios de la literatura. Basta ver cómo se vende Catulo en sus epigramas, o cómo Horacio se dota de su propia estatua ultraterrena mediante el topos del exegi monumentum. O cómo Corneille, según recordaba Constantino Bértolo, escribe en 1637 un opúsculo tras las malas críticas a Le Cid defendiendo su obra y escribiendo algo tan vergonzante como lo que sigue: “Y mis versos en cualquier lugar son mis únicos defensores / Por su sola belleza mi pluma es estimada / A nadie más debo mi renombre”. Otras formas de autobombo: en España hay autores cuya efigie aparece en la portada de sus libros desde 1567, en una obra de Lope de Rueda. No sé si es el primero, pero está entre los primeros. En 1598, Lope publica Arcadia, prosas y versos de Lope de Vega Carpio, donde incluye su escudo familiar (con las diecinueve torres que ridiculizase Góngora en un soneto), amén de un sello propio y de otras notas de autoridad. Petrarca era representado en vida con laureles y el nombre de su musa, Laura, deriva del latín laurus, que significa laurel. No sé si me explico. Antes de la aparición de Internet, y todavía hoy, es posible ver a escritores “solemnes” y muy conocidos (ahorremos sus nombres de nuevo) que dedican sus columnas periodísticas a relatar tal premio internacional que han recogido, o que dejan caer el número de ventas de sus obras, o que han sido traducidos a tal o cual idioma. Tengo varios ejemplos guardados, son muy interesantes y aleccionadores. Y por último, y no menos interesante, están los escritores actuales mayores de cincuenta años que no tienen perfil en Facebook pero se hacen autobombo ¡dentro de sus propias obras literarias! Esto lo dejamos para otro día, últimamente estoy muy pacífico y sosegado. Lo que intento decir es que defender la propia escritura es una constante histórica, que en cada época encuentra sus medios de comunicación y distribución. Pero, ¿es esto tan grave? ¿No se anuncian los pequeños empresarios en periódicos e Internet? ¿Le pasan desapercibidos a usted los anuncios de dentistas cantando sus virtudes en vallas publicitarias? ¿No ofrecen su quehacer peluqueras o estilistas en revistas femeninas? ¿No escucha en el mercado al pescadero gritando que él, y sólo él, ofrece el mejor atún del día? Todo el mundo defiende su trabajo, en todas partes, en cualquier época. En esa supuesta imposibilidad del escritor de hacerlo, por considerarlo poco decoroso, veo rastros de una concepción “sacra” del ejercicio de la literatura, que viene de la Francia de los siglos XVII-XVIII y que arrastra su lamentable elitismo aún en nuestros días. Pero creo que tiene los lustros contados. El público ya se ha dado cuenta de que los escritores no somos los custodios del espíritu, y están buscando sentido y amparo metafísico en otras partes, desde las ciencias experimentales al cine o las series de televisión. Hoy la cima comúnmente aceptada del conocimiento humano no es la sección literaria de la Academia sueca, sino el CERN. Algunos escritores no se han dado cuenta todavía, pero la realidad de las cosas y los resultados de ventas les harán despertar en breve.

M.C: Has centrado el estudio en lo que has llamado literatura posmoderna, pero ¿podríamos estar ante el fin de la posmodernidad también en la novela? ¿La crisis y los problemas económicos no están dando ya lugar a una literatura más social y que mira más hacia fuera, en lugar de hacia el “yo” (menos egódica)?

V.L.M: Se pueden hacer novelas estilísticamente posmodernas de corte social o sobre la crisis económica

, y así las han hecho Don DeLillo (Cosmópolis) o Isaac Rosa (La habitación oscura), entre muchos otros. El tema en sí no es demasiado importante para una obra; Auden decía que el tema es la percha en la que se cuelga la poesía, lo importante es cómo se trata el tema y qué enfoque subjetivo se le da. Hace poco leía una novela deleznable de una escritora (corramos otro tupido velo) que supuestamente abordaba un tema social pero lo hacía desde un terrible egocentrismo narrativo de la narradora, con lo que se producía una chirriante e insalvable contradicción subjetiva entre el nosotros supuestamente perseguido por la novela y el insaciable YO resultante provocado por la narradora/autora. En el ensayo intento esclarecer cómo líneas estéticas y líneas técnicas de trabajo narrativo producen a veces sorprendentes colusiones (en perjuicio del lector) y pliegues estructurales.

M.C: Recientemente, nos decía otro escritor que la posmodernidad ha dado lugar a un individuo líquido, obligadamente flexible (del que tú también hablas) y, con ello, a una crisis de las identidades (de las viejas identidades sólidas). Paralelamente, nunca se ha escrito tanto sobre la propia identidad, de modo que cabe preguntarse: ¿es la escritura sobre uno mismo una manera de buscar algo de solidez, un poco de anclaje, la propia identidad?

V.L.M: Aquí me temo que voy a ponerme un poco pesado, quiero decir preciso. La identidad como cuestión ha existido siempre desde las dudas agustinianas, por no remontarla a los presocráticos. La identidad fue abordada seria y sistemáticamente por Descartes o Pascal, pero la cuestión es cuándo, dando un paso más, comienza la crisis de identidad como problema filosófico explícito (Kant, Fichte, Jean Paul, Hegel) o como mitema cultural (Romanticismo, con algunos antecedentes). Después, del sujeto moderno se pasaría, y aquí deberíamos poner numerosas cautelas en las que ahora no podemos detenernos, a un sujeto posmoderno, que ya no se siente dividido “en dos” sino múltiple, que ha cambiado el estatuto de la enunciación autorial en sus obras, que ha comenzado a evitar la palabra yo si no es como ficción (Blanchot, El espacio literario), y que puede escribir poemas “epistemológicos” como éste de Miguel Muñoz:

POSTMODERNIDAD[1]

A veces soy un hombre postmoderno.
Dudo de las palabras engañosas
y de las verdaderas. Si dudar
es un hecho, dudo que dude tanto.
El paisaje de mis antepasados
es un estado de ánimo en funciones.
Mi infancia es una casa sin fantasmas.
Mi ventana, un espejo. Mi hora, azar. (…)

Como han señalado Mª Teresa Vilariño Picos y Anxo Abuín González, “la sociedad civilizada de la modernidad, que tenía en la escritura –en la imprenta–su principal medio integrador, habría sido sustituida por la cibercultura, el sujeto racional por un yo descentrado, disperso y multiplicado en un incesante balanceo”. Balanceo, desequilibrio, titubeo: Sloterdijk hablaba de un “titubeo programático” en el ser humano actual, y Joan Oleza ha señalado que “La indagación, el tanteo, la exploración, la interrogación, la búsqueda, son los emblemas de la perplejidad del hombre postmoderno, empujado a rastrear en lo real el sentido perdido de las cosas”. Si quiere más citas, tengo algunas decenas de páginas sobre el asunto, pero lo importante es que me parece que sí, que el sujeto actual difiere mucho del sujeto descrito por Robert Walser o Franz Kafka en sus novelas. Muchísimo, de hecho; Odradek ya no es nuestro hermano sino nuestro primo.
Respecto a si escribir sobre uno mismo pudiera ser una forma de anclar la identidad, vas a permitirme que te responda de un modo un tanto extraño, pero creo que expresivo: más que buscarle un áncora, hablar sobre el yo de uno es “marear la perdiz”, porque ni hay identidad ni hay yo de uno. Esta aseveración, que se pretende asertórica aunque suena bastante apodíctica por la falta de espacio para desarrollarla, se explica más a fondo y con la extensión imprescindible en el ensayo. A él me remito. Pero más tarde o temprano acabaremos todos aceptando que el yo es nuestro amigo imaginario. Y que lo que se ha denominado tradicionalmente “construcción” de la identidad es, en buena parte, la escritura de una ficción. Y en ella estamos.

[1] Miguel Muñoz, Cómo perder; DVD Ediciones, Barcelona, 2006, p. 37. Otro ejemplo, no exento de sorna, es este “Poesía” de Javier Vázquez Losada: “Un día cualquiera // Por lo demás / ensaya en este poema / cierta heterodoxia formal / en una primera persona, / la confesionalidad del agnóstico / con libertad / sinónima de irreverencia / disimulada / por el lenguaje lírico / novedad casi absoluta / en el panorama poético. / Son los signos del cambio / la ruptura del estereotipo lírico / que toma un rumbo opuesto / al del sentimiento // amanece.” (J. Vázquez Losada, “Poesía”, Casi sin querer; Baile del Sol, Tenerife, 2009, p. 21.

 

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