Estos “pequeños tratados” que ahora publica Sexto Piso en una elegante edición en un estuche con dos volúmenes han sido uno de los libros más celebrados en Francia en los últimos años y muchos los consideran la cima de un autor que ha hecho de la iconoclastia y la deconstrucción sus señas de identidad.
Lejos de las elaboraciones estructuradas y cerradas propias del positivismo y la ilustración, estos ensayos se presentan como pequeñas revelaciones ordenadas en torno a diferentes temas (aunque la investigación en torno a la lengua y sus posibilidades ocupan la mayor parte del libro) que tienen a veces la linealidad racionalidad del ensayo y otras el carácter relampagueante del haiku.
Culteranos y crípticos, que el traductor haya optado, además, por una edición sin notas, fiel al original (de manera que el lector puede perderse muchas de las huellas semánticas dejadas por la escritura de Quignard si no está muy atento o si no domina tantos registros culturales como el autor) hace que estos libros se presenten como un manjar realmente cinco estrellas, pero sólo para paladares curtidos en muchas lecturas.
Podríamos hablar, de hecho, de un libro apto sólo para espeleólogos: un libro con negras y duras galerías que si se recorren con cuidado permiten hallar fabulosos y ocultos paisajes. Cabe preguntarse (como siempre en estos casos) si estas maravillas no podrían, en cualquier caso, haberse dado a plena luz del día, es decir, de manera más clara. Dicho de otro modo: cabe preguntarse hasta qué punto esta manera críptica de proceder era necesaria para alcanzar las (es cierto) iluminadoras verdades a las que acceder Quignard.
Asentado en la tradicción derridiana, pero también en la forma de proceder de algunos ocultos místicos medievales; conocedor de la tradición literaria francesa y germánica; erudito y oscuro, Quignard ofrece en este cuaderno de reflexiones, en este desordenado maremagnum de revelaciones las piedras más preciosas de su pensamiento.
Aunque, como decíamos, para llegar a hacerse con todas ellas hace falta, al menos, ser tan inteligente y culto como el propio autor. Y estar iniciado en muchos de los secretos que maneja. Lo que no es ni mucho menos fácil. Con todo, y aun dejándose, como ha sido mi caso, buena parte de las pistas sin resolver, el viaje (tremendamente duro) merece la pena. Porque si algo sí consigue Quignard desde la primera página es desmontar el método establecido de pensamiento, poniendo en crisis buena parte de lo que a diario damos por sentado. Y eso siempre se agradece. Y ese quizás sea hoy y siempre el objeto último de toda filosofía.
Duros, pero maravillosos pequeños tratados, estos de Pascal Quignard.
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