Reza en la tumba vacía del poeta Dante Alighieri en Florencia
El papa Francisco I parece haber dado el pistoletazo de salida en la conmemoración del 750 aniversario del nacimiento de Dante Alighieri. Los demás no deberíamos ir a la zaga en el recuerdo del poeta que fundó la lengua italiana y creador de una imaginería que durante siglos ha fecundado toda la literatura occidental.
No sabemos con exactitud la fecha de su nacimiento, pero debió de ser entre mayo y junio de 1265. Autor de diversas obras que, de alguna manera, confluyen en la Divina comedia, los más de catorce mil versos que le ocuparon los últimos quince años de su vida.
Como para cualquier obra literaria, la permanencia en el tiempo y la validez para los lectores de cada época es la prueba de que se ha convertido en eso que venimos llamando un clásico. No confundir con una antigualla, porque la Divina comedia no lo es. Más bien se trata de un libro que a cualquier joven que sea capaz de formar en su imaginación las geografías que Dante creó para guiar a los lectores, le ha de resultar tan fabuloso como esos libros que frecuentan llenos de atmósferas oscuras donde se mezcla fantasía y Edad Media. Sin embargo, es posible que gran parte de los lectores lleguen a esta obra con la madurez; quizás porque, entonces, se puede tener una visión más cabal de lo que supone. Si es así, entenderemos que esa geografía en forma de cono con un fondo de hielo que es el infierno es también una geografía moral, de la que se sirve Dante para dar cuenta, con alusiones o incluso con sus nombres propios, de distintos personajes que cometieron alguno de los pecados capitales; aunque, en realidad, los usa para hacer una crítica social y política en la que no olvida el enfrentamiento entre los dos partidos: güelfos y gibelinos –el bipartidismo de la época–. Dante era partidario del primero, cuya división, a su vez, en güelfos blancos y negros le costó el destierro de Florencia, uno de los peores momentos de su vida. Precisamente tenía interés en crear una gran obra que lo ayudara a ser reconocido cuando, por fin, volviera a Florencia. No fue así, murió en Rávena.
La genialidad que se manifiesta en la Divina comedia reside en que el poeta ha levantado una construcción poética sólida como un duomo, que funciona a distintos niveles. Puede ser leída, digamos que de un modo literal, como un viaje fantástico donde la propia literatura tiene un importante papel –recordemos que lo acompañan los poetas Virgilio y Estacio–. Como los cuadros de Magritte o Dalí en los que las figuras se transforman en otra cosa, esa peregrinación se va convirtiendo en una alegoría moral con una doble vía: universal e individual. La primera está presidida por el cristianismo bajo la autoridad de Santo Tomás de Aquino –aunque se apoya en el pensamiento de muchos otros, desde Aristóteles a Bernardo de Claraval o San Francisco de Asís–. La segunda tiene que ver consigo mismo: la Divina comedia es también la redención de un hombre desde aquella “selva oscura” del comienzo hasta la luz cegadora del Paraíso. Añadiríamos ese tercer nivel, ya mencionado, que tiene que ver con la crítica social y política que, además, se torna en una burla clerical hacia la codicia de los eclesiásticos o el alejamiento de sus principios de las órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, y de los benedictinos.
A pesar de toda esta carga intelectual, creo que lo que seduce a un lector de cualquier siglo es algo mucho más sencillo. Toda la obra parece montada para llegar a ese momento del Paraíso donde Beatriz sonríe a Dante, una sonrisa que posee la ligereza y la fugacidad de todo instante bello. Beatriz (Bice di Folco Portinari) ya había muerto cuando escribía Dante. En Vida nueva cuenta que la conoció con nueve años, ella tenía ocho. Pasados nueve años se la volvió a encontrar, aunque para ocultar ese amor secreto comenzó una relación con otra mujer de la que se decía que estaba enamorado. Beatriz, despechada, lo rechazó. Ella se casó con Simone de Dardi. Murió muy joven. La noticia de su muerte produjo en el poeta un hondo dolor, que le llevó a procurar no escribir sobre ella hasta que pudiera hacerlo en una composición de la que ella fuera merecedora, la futura Divina comedia. Cierto es que, con esa habilidad que Dante tiene para dotar a los personajes de una doble dimensión, Beatriz representa a la Iglesia, pero no deja de ser aquel amor que poetizó en su interior durante toda su vida. Un amor que lo espera con una sonrisa después de la muerte, a las puertas del Paraíso, para enseñarle la fuente de toda luz. A pesar de que la fuerza de las imágenes del Infierno se ha impuesto, cabe recordar que tan dantesca es la fetidez de los demonios como la luz descubridora y los labios de la amada.
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