Analizamos una de las mejores novelas españolas del año, editada por Tusquets
Lo primero que sorprende en “El balcón en invierno” es su propia existencia, pues estamos ante un libro, en principio, muy cercano a la biografía escrito por un autor que hasta ahora se había mostrado de raíz cervantina, con obras que en muchos casos parecían creadas sólo para hacernos dudar de ese concepto tan difuso que era la realidad. Es decir, para dejar claro que como apuntaba Machado, también la mentira es verdad.
“El balcón en invierno”, si acaso, parece creado para lo mismo, pero en dirección opuesta. Es decir: para hacernos ver que también la verdad, lo real, puede ser mentira o, al menos, ficción.
Y es que esta obra arranca con un narrador (¿Landero?) que trata de escribir una novela, pero que, hastiado de la ficción, se asoma al balcón y comienza a recordar su pasado. De este modo, la ficción en sí queda interrumpida y a lo que asistimos es a un rememorar que va alternando, hasta confluir, capítulos sobre la vida del padre del narrador con otros sobre la juventud de ese narrador tras la muerte de aquel padre.
Estaríamos, entonces, y a priori, ante algo más cercano a las memorias que a la narrativa ficcional. Ahora bien, ¿hasta qué punto podemos fiarnos de lo que se cuenta es, efectivamente, lo que pasó? El propio autor nos advierte en varias ocasiones de que toda su vida fue un mentiroso. Y aunque en esta ocasión parece que lo que cuenta está más cercano a lo que de verdad ocurrió, ¿cómo fiarnos? ¿hasta que punto se puede calificar de memorias esta obra y no otra del mismo autor que también tenía base real como “el guitarrista”? El propio autor advierte:
“Pero la imaginación, con sus mentiras tan necesarias y sinceras, venía a anudar los hilos sueltos de una realidad fragmentaria y caótica”
Ese juego entre realidad y ficción es uno de los grandes logros de esta breve obra. Y sobre él sólo cabe concluir, con el adagio, que si non e vero e ben trovato. Los otros dos grandes aciertos de “El balcón en invierno” son un lenguaje directo, preciso, carente de cualquier barroquismo, pero lleno de ritmo, que nos permite deslizarnos sin trabas por la novela y, en segundo lugar, un análisis psicológico sobre el propio “yo” y también sobre la figura del padre que, dejando a un lado la inevitable nostalgia, deja momentos de una profundidad muy atractiva. Por ejemplo, cuando frente a unos antepasados con la determinación y las habilidades suficientes para construir sus propias casas, el escritor se ve a sí mismo débil: un chico que huye mediante la fantasía, que nunca se ha adaptado al mundo y que caso halle problemas donde a la sencillez campesina ni siquiera se le ocurriría mirar. Un escritor, por todo ello, con cierta sensación de debilidad, de inferioridad, de humillación frente a los hombres prácticos.
Esos mismos antepasados parecían, según el autor, “la insatisfacción crónica y la melancolía del desear en vano algún vago imposible”, una melancolía y un desear que también impregnan esta narración que, como ya hemos señalado, está entre lo mejor que se ha escrito en este año en nuestro país, aunque quede lejos de otras obras de este autor como aquella primera y maravillosa “Juegos de la edad tardía”
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