Malayerba, la vida bajo el narco, de Javier Valdés Cárdenas

Aunque México no ocupe ni una décima parte del espacio que, en nuestros telediarios y periódicos, ocupan países como Venezuela o Argentina (habría que preguntarse por qué) lo cierto es que hay lugares de aquel país que cumplirían una por una las condiciones señaladas por Chomsky para los estados fallidos.

Uno de esos lugares es el estado de Sinaloa, en cuya capital, Cualiacán, se desarrollan los relatos que Javier Valdés Cárdenas reúne en Malayerba (Jus, 2016), una serie de crónicas que nos muestra a los personajes principales de esos lugares dominados por el narcotráfico. Niños y jóvenes fascinados por el poder de la violencia, educados en una cultura de la muerte que lo impregna todo; convirtiendo en ídolos a los narcos pesados, y a quienes trabajan para ellos; convencidos de que más vale arriesgar la vida y ganar dinero rápido con la mota y la cocaína que en estudiar o buscarse un empleo honrado y acabar recibiendo, igualmente, un balazo.

Vemos a los propios narcos, auténticos jefes de la región, a quienes hacen referencias y regalos los políticos y los policías, a quien todo trata con respeto y a quien conviene mucho no cabrear o mirar de lado. Vemos a aquellos policías, jugándose la vida por cuatro cuartos o bien pasándose a proteger al Narco por una buena suma de dinero y el respeto de los vecinos, que saben bien quiénes son en verdad los que detentan el poder en el Estado.

Vemos, casi siempre de fondo, a las mujeres; trabajadoras a veces, carne casi siempre; usadas como premio, víctimas del conflicto la mayoría, muchas siguiendo también como ídolos a los morros que pasean en grandes rancheras o todoterrenos o alejándose de ellos para intentar alcanzar lo que parece imposible en aquella región: una vida en paz.

Y vemos a los ciudadanos honrados: víctimas fáciles del narco, tentados muchas veces de pasarse al otro lado, de cruzar la línea que mucho cruzan y sacar tajada ellos también o solucionar sus problemas con golpes, muertes y tortura. Como ese profesor que pensó (165):

“tengo amigos buenos y amigos malos, y acudió a los segundos. Tú dame las placas de la camioneta, yo hago lo demás; lo que quieras; un susto, un simple levantón, toques eléctricos en los güevos; lo que tú decidas, eso será”.

Lugares donde una mala mirada, un toque de claxón, un grito a destiempo puede costarte la vida. Donde para atraer a la ciudad al asesino de un pariente se provocan hasta dos entierros. Donde se aprende a vivir jugando con armas y los corridos transmiten una mitología de dioses-narcos pesados y morros aprendices, con cheroquis a modo de caballos alados y escuadras que hacen las veces de artúricas espadas.

Una colección de relatos honesta, cruel, dolorosa y sangrante, que hay que paladear poco a poco, como un buen trago. Hasta tal punto buena que quizás la mejor forma de recomendar su lectura (y desde luego deseo recomendar su lectura) sería poner aquí cualquiera de los relatos (“Me duele” o “El saludo”, por ejemplo, donde asistimos al escaso valor de una vida en Culiacán) para que ustedes vieran la tensión, la precisión y la dureza que Valdés Cárdenas logra con sus narraciones. Con sus breves historias que son como las distintas caras de un poliedro cuyo nombre fuera muerte, violencia o terror.

“Sinaloa sumó cerca de dos mil doscientos homicidios en 2008. Unas ochenta personas que no tenían que ver con el narcotráfico cayeron abatidas por las balas. Cerca de 112 agentes de las policías Federal, Estatal y Municipal, y también efectivos militares, fueron asesinados”.

Un libro del 2016 que conviene leer en 2017 o dentro de diez años. Siempre, mientras exista el narco. Y buena parte de México viva bajo su ley.

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