Andrés Fisher: el lenguaje es más peligroso que el silencio

“i. El coche blanco al fondo, en medio de los campos. / ii. Lo rodean el trigo, las flores silvestres y el cielo. / iii. A lo lejos, la torre de una iglesia. / iv. Y el tendido eléctrico, trazando sus líneas curvas sobre los campos de Castilla” (XXVII). Sería fácil reducir la profundidad vertiginosa de la desesperación de estos poemas a una suerte de superficial misantropía. Los puntos cardinales de estas composiciones tienen más que ver con el norte sin sol del Rey Lear, donde la humanidad no es más que un “rábano bifurcado”; con una España posmoderna en la que el amor parpadea en una vasta desolación castellana, donde el lenguaje es más peligroso que el silencio. El autor articula el vacío para nosotros; necesitamos de la pureza de esa articulación, de esa catarsis.

“i. La carretera se extiende rectilínea entre las dehesas. / ii. Apenas circulan vehículos en un mediodía de verano. / iii. Solo tres coches en media hora entre las encinas y el polvo del camino comarcal” (LIII). En Castilla y otros poemas (Colección Trasatlántica, Ediciones Amargord, 2015), el crítico y poeta norteamericano Andrés Fisher (Washington DC, 1963) no inventa: observa. El suyo no es un mundo atenuado, surrealista, abstracto (la aspiración última de la gloriosa era de la modernidad), sino algo completo, penetrantemente real. Sus poemas, lejos de ser difíciles, tienen más que ver con el golpeteo insistente de la música disco que con el existencialismo torturado.

La curva típica de una composición de Castilla es una iluminación temprana, a la que sigue una larga pausa que desemboca en una floración tardía. La serie que da título al poemario es un monólogo dramático en boca de un Machado redivivo travestido de Descartes, escrito en un páramo refulgente de referencias culturales más cercanas a Dadá que a Campos de castilla: “i. Una orla roja en el cielo gris-celeste del ocaso. / ii. El brillo tenue y poderoso de trigo y girasol. / iii. El de las adelfas en la mediana de la autopista. /iv. El de las barras de metal en el puente sobre ella” (LXIV). El pastiche “Aeropuerto” resuena en el carácter obsesivo-compulsivo de su fórmula: “i. Estelas blancas sobre un cielo azul-celeste. / ii. Las de los aviones en una mañana radiante. / iii. En diferentes direcciones y a distintas alturas. / iv. Extendiéndose y difuminándose a la vez” (XIX).

El don para la escritura es repulsión de tener que articularlo: la construcción de un nuevo lenguaje, parecido al balbuceo, desemboca en un aparente sinsentido. Se ilustra la creencia de que lo verbal es tanto el abono como la germinación del infinito: “iv. Se desperdigan los libros en las mesas y en el escritorio, irregularmente agrupados en pilas regulares” (“Libros”). Locura y sufrimiento se retuercen en su propio aislamiento. Un Dios desafiante, como del Antiguo Testamento, parece dar voz a la inescrutable “Poesía (como digresión)”: “El error es el hombre. El insecticida del yo viene en ese remitente. El yo porque sí no vale”. Vate decepcionado, Fisher intenta capturar la sensación de inutilidad y odio a sí mismo, sin recurrir a “la orgasmia, la narcosia, la mortuoria. La lisergia”.

Recomiendo leer estos poemas de forma tridimensional: es decir, leerlos tres veces, hasta que la vaciedad de facetas nos dé placer, aunque no siempre hallemos sentido. No hay duda de que el poeta, como su compatriota John Ashbery, responde en Castilla al carácter esquivo, centelleante y collage de la poesía francesa moderna. Profesor en los departamentos de Literatura Extranjera y Sociología de Appalachian State University, en Carolina del Norte; traductor de Haroldo de Campos o Gertrude Stein (junto a Benito del Pliego) y Philip Whalen (junto a del Pliego y Marcos Canteli); autor de Ocularmente Ávido (Vertiente, Valparaíso, 1992), Composiciones, Escenas y Estructuras (Delta Nueve, Madrid, 1997) o Hielo (Germanía, Valencia, 2000, premio Gabriel Celaya), Andrés Fisher es, sobre todo, un trovador sin miedo al purgatorio de la vida. Sus poemas renacen sangrantes de la experiencia. Miniaturas sin título, fragmentos semejantes a radiografías de sus propias estructuras lingüísticas, suponen un heroico, tartamudeante intento de vislumbrar la lógica del mundo. El resultado es un único poema de estructuras circulares, donde campan la inacción y los ritmos exquisitos.

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