Buenos libros viejos: “No soy Stiller”

Esta obra de Max Frisch es una novela no muy conocida con hechuras de obra maestra.

Ni Max Frisch es un autor mayoritariamente conocido, ni lo es su novela “No soy Stiller”; y es así pese a que, como señala Robert Saladrigas en su libro «De un lector que cuenta», estamos ante un autor que, a nivel de autor teatral, puede ser situado a la altura de Beckett.

“No soy Stiller” —que cuenta, al menos, con dos ediciones en Seix Barral y otra en Planeta— narra la historia de un hombre que, aunque él lo niega, es detenido por considerarse que se trata de Anatole Stiller, escultor de Zurich, casado con la bailarina Julika y acusado de varios, aunque imprecisos, delitos.

max frischCon estos ingredientes, se podría haber levantado una trama de novela negra, pero difícilmente —y he ahí el mérito de Frisch— una obra donde lo psicológico, lo íntimo, lo metafísico, lo político y hasta lo costumbrista convivan en armonía.

La novela se estructura de la siguiente manera: en su celda, Stiller pide papel, pluma y tinta y, después de narrar brevemente su detención, en lugar de declarar que él es el desaparecido Stiller —algo que siempre negará— se dedica a describir, a veces hasta la menudencia, su día a día en la cárcel, las visitas que tiene y el pasado —que sospechamos imaginado— de algunas de las antiguas amistades o relaciones de Stiller.

Tres hechos son reveladores, en cualquier caso. En primer lugar, el detenido no tiene problema en confesar ningún crimen —asegura haber matado a su mujer—ni tiene como objetivo pasar por una persona honesta. Admite que su pasaporte es falso y no desea salir de la cárcel, toda su obsesión es no admitir que él es Stiller. El segundo detalle se encuentra al principio y, por ello mismo, podría pasar desapercibido: el supuesto Stiller es detenido, en primera instancia, por abofetear a un guardia. Algo que contrasta muy bien con el carácter del desaparecido escultor y no tanto con el del detenido (supuesto Stiller regenerado). El tercer hecho es el de que el único amigo real del detenido sea precisamente su fiscal, el único a quien Stiller no conocía previamente, aunque se hubiera acostado con su mujer.

Es precisamente el fiscal quien, con su épilogo a las notas del detenido, cierra el libro en su segunda y última parte.

Pero sigamos. Hay en la novela, y a través de diversos personajes, una profunda crítica a la Europa del Siglo XX que camina arrastras de los Estados Unidos. Y en concreto a una Suiza que, representada por el abogado defensor de Stiller, presume de una grandeza que, llegada la hora de la verdad, sólo es fría neutralidad, tactismo conformista.

Otro tema fundamental en la novela es, por supuesto, la identidad. No en vano el protagonista es un hombre que trata de crearse un nuevo «Yo» desde cero y que, sin embargo, en lugar de hacerlo lejos de aquellos que pudieran reconocerlo, parece verse obligado a contrastar su nueva personalidad frente a aquellos que le conocían previamente: acaso para, así, reafirmarse en su nuevo rol.

De esa reafirmación se desprende otro de los grandes temas de la novela: la incomunicabilidad, la soledad del hombre contemporáneo, obligado a ser no quien desea ser, sino quien la sociedad le impone ser. De tal modo que, por más que clame que el preso clame él no es Stiller, nadie le cree.  Incomunicabilidad que se transmite al acto de “escribir”, un acto que para Stiller/Frisch no es de comunicación con el lector, ni tampoco con uno mismo, sino de comunicación con lo inexpresable.

“Me sentía completamente desesperado. Me parecía que cualquier conversación entre esa mujer y yo estaba destinada a fracasar antes de haber empezado, que cualquier acto que se me ocurriera realizar, estaría interpretado ya de antemano independientemente de mi yo actual y sería considerado como un acto adecuado o inadecuado, como previsto o imprevisto de ese Stiller desaparecido, pero nunca mío”.

El detenido es, en todo caso, un hombre que cree —o al menos desea— haberse regenerado. Como Saulo caído del caballo regresa a casa después de haber superado una experiencia traumática al final de la cual cree haber visto no ya la voluntad, sino el rostro de Dios o de uno de sus ángeles. Este ingrediente metafísico, inefable, es el que provoca en cierto modo la crisis, pues el protagonista cree ser un hombre nuevo (y aspira a ser reconocido como tal) mientras que nadie está dispuesto a tratarle de otro modo que como al desaparecido Stiller.

Por otro lado, el hecho de sentir a Dios y conocerse a uno mismo dista mucho, parece decir Frisch, de vivir en consecuencia. Si el primer mandamiento socrático era “conócete a ti mismo”, el segundo concuerdan Stiller y el fiscal, debería ser “una vez conocido, acéptate como eres”.

“Es penoso arrastrar un conocimiento que jamás sabré demostrar ni expresar”

En todo caso y en última instancia, la novela es también un relato —sobre todo en su segunda parte— sobre la imposibilidad de compartir esa salvación, de hacerla extensible a alguien más, ni siquiera a través del amor. El amor, parece decir Frisch, no basta para redimir a otro y menos aún para hacerlo feliz.

Y si tal es el corolario del epílogo supuestamente escrito por el fiscal —corolario a una segunda parte más trágica—, es justo admitir que la primera parte, que comprende casi la totalidad de la obra, está, en realidad, llena de un humor irónico, a ratos nihilista y carece, en cualquier caso, de la carga dramática de esa otra parte final. Humor que alcanza grandes cotas en historias como la huída del fiscal a Génova o en el trato del supuesto Stiller con los críticos de arte.

Porque, y este es otro de los aspectos fundamentales de la obra, la novela no sólo gira en torno a Stiller, sino que a través de él vamos conociendo la historia de muchos otros de los personajes, así como diversas fabulaciones que el detenido inventa para entretener a su carcelero, pero que esconden en su “mentira” —como toda obra de arte— una profunda verdad.

Esas historias ponen el contrapunto fabulador a la —a ratos— sesuda prosa de Frisch con intermezzos de narraciones ágiles, de contenido aventurero en muchas ocasiones y siempre llenas de gracia.

Honda, por lo tanto. Sublime en muchas ocasiones. Llevada con precisión y poseedora de personajes, escenas, alegorías y diálogos de los que se quedan grabados firmemente en la memoria, “No soy Stiller” debería figurar por derecho propio en todas las listas que se hagan sobre las grandes novelas del Siglo XX europeo.

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